EL DESEO DE PODER
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Era un ejemplar padre de familia
que trabajaba partiendo piedra en la gravera de San Blas, desde la mañana a la
tarde. Trabajador infatigable, soportaba el calor del verano y los hielos del
invierno. Los años y la dureza de su trabajo le crearon un carácter fuerte e
indomable. A menudo blasfemaba y renegaba de su vida y condición. Acostumbrado pues, al trabajo a la intemperie, soportaba
peor el calor del verano que los hielos del invierno turolense.
Un día de julio, cuando el sol
estaba el su cenit quemando su piel, levantó su puño hacia el Altísimo diciendo:
¡Señor, si tan poderoso eres, por qué no me conviertes en el Sol para que yo con
mis rayos pueda abatir a todos los elementos que haya bajo mi poder!
Se oyó un estruendo en la cúpula
celeste y el buen hombre de San Blas, de repente, se vio convertido en un
potente Sol cuyos rayos calentaban y quemaban todo lo que había en la corteza
terrestre. Se sintió fuerte y satisfecho de su nueva condición hasta que
aparecieron por el horizonte unas nubes que, colocadas delante de él, obstruyeron
la marcha de sus potentes rayos y lo dejaron sin ningún poder.
Volvió, altivo, a dirigirse al
Altísimo diciendo: Señor, puesto que me diste el poder del Sol creyendo que era
el mayor sobre la tierra, dadme ahora el de la nube que me lo ha eclipsado. De
nuevo se sintió un estruendo celestial y fue, por obra del Todopoderoso,
convertido en nube. Llovió la nube sobre la tierra y su agua, todo lo disolvía
y lo arrastraba. Mas, vio que había en una abertura de la montaña una potente
roca que permanecía inmóvil e indiferente a la lluvia.
Por tercera vez dirigió su voz al
Señor y lo dijo: lo he comprendido bien, he visto que lo más poderoso que hay
en el mundo es la piedra, la dura roca. Quiero, pues, que me convirtáis en una potente
y dura roca sobre la que no haya ningún poder, excepto el Divino. De nuevo el
cielo tembló y se oyó un estruendo de terremotos y huracanes sobre la cuenca
del río Guadalaviar. Pasó, tras estas convulsiones celestiales, a convertirse en roca y vio que ni la lluvia
ni el viento lograban hacer mella en él. Pensó que por fin lo había conseguido…
Al poco tiempo sintió el
golpeteo constante de un punzón y un martillo sobre sus espaldas..., un humilde picapedrero la iba desmenuzando
en finísimos granos de arena que, arrastrados por el viento y la lluvia, desaparecían quedando convertida la roca en la más absoluta nada.
De nuevo se dirigió al Ser
Supremo pero, antes de hablar el picapedrero, Éste le advirtió: “¡Que sea ésta, tu última petición!”
Señor, dijo el cantero, nada
me gustaría más que volver a ser lo que siempre fui, un humilde picapedrero. Y a partir de entonces, el
de San Blas, dejó de blasfemar y de quejarse de su suerte.
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