Brujas guía sobre la torre de Jabaloyas.
Las brujas, que siempre fueron buenas y sanadoras, vieron en
peligro su señorío sobre los mortales el día que Jesús dijo a un enfermo: Ve, tu fe te ha
sanado. A partir de ese maldito día la sanación requería la fe del doliente en
un solo dios. Desde siempre los habitantes de la celtiberia se habían acomodado
a tantos dioses como necesidades humanas les alcanzaban (Lug, Bel, Dagda...). No pudieron renunciar
a sus dioses y eso fue su perdición. Aniquiladas, quemadas en la hoguera la mayoría,
fueron sustituidas por una especie de druida que practicaba la cura de las “almas”
cuando apenas sabía curar los cuerpos. Desde aquellos remotos tiempos, debido a la
ocultación que hacían de su oficio, se reunen en secreto una vez al año en el
santuario de Monte Cayo para intercambiar experiencias sobre su “oficio”.
Terminadas las juntas (ponencias) hacen fiesta (aquelarre) tal como hoy lo vienen
haciendo los grupos de científicos, anualmente, en muchas de las ciudades del
planeta. Durante años hemos visto pasar a las brujas de Jabaloyas hacia el
Moncayo, volando en sus escobas sobre Encinacorba y girando sobre Santa Cruz y
sobre la aguja de la torre de la iglesia. Tienen una ruta fija y, la bruja guía,
se orienta siguiendo las cresterías de las montañas más elevadas, en este caso San Ginés, Peña Palomera, la Atalaya y Valdemadera en dirección a la zona de Tarazona.
Los santuarios y las montañas sagradas les sirven de orientación.
LEYENDA DE "LA POMADA DE LA CONDESA"
Era una deidad guerrera encarnada en las fuerzas crepusculares. Su marmita Dagda era capaz de hacer resucitar a los muertos y de fabricar el elixir de la inmortalidad. Anhelaba los sacrificios humanos, especialmente de niños enfermos e impuros. Aparentaba ser un dios terrible y a la vez próximo a los hombres. Habitaba toda la celtiberia y, cerca de Contrebia Belaisca (Botorrita), se hallaba uno de sus más amplios y bellos lugares de adoración. El santuario estaba bañado por las salutíferas aguas del río Frasno. Era el hogar sagrado de Lug. En el centro, sobre una pequeña meseta bien orientada, crecía una enorme encina cuyo tronco había sido partido en dos por el violento rayo del dios Júpiter. Los dioses romanos se estaban imponiendo en la Celtiberia. Prueba de este nuevo orden, tanto en lo terrenal como en lo espiritual, era la destrucción de las ciudades-santuario celtibéricas de Segeda (actual Mara) y Numancia (Soria).
Para el equinoccio, cuando el día y la noche guardan un equilibrio perfecto, si había luna llena, había conclave de druidas bajo la copa poderosa de aquel árbol milenario. Los sacerdotes-druidas guardaban un sepulcral silencio mientras escuchaban el murmullo que el viento producía en sus hojas. Lug les hablaba a través del árbol sagrado y les predecía lo que iba a suceder durante todo el año.
Los días siguientes al cónclave se dedicaban a recoger todo tipo de raíces, hojas, musgos, y hongos. Eran los días propicios para obtener esencias y elixires. Lo eran también para las curas y sanaciones con pomadas y ungüentos mágicos que solamente los druidas sabían elaborar. Desde luego eran también los días indicados para pasar, justo a las doce de la noche, a los heridos y herniados por el tronco del árbol sagrado situado en el centro del amplísimo santuario.
Toda esa sabiduría, trasmitida de generación en generación, atravesó intacta la época romana, la visigoda, la árabe y la cristiana, hasta llegar a las postrimerías del siglo XIX con una pujanza inusitada. Afrodisiacos, elixires, pomadas, cataplasmas, infusiones y un largo etcétera de productos constituían la farmacopea natural de la villa de Encinacorba. Famosa más allá de los límites comarcales e imán de muchos curiosos, hasta ella llegaban en busca de remedio para sus males las más diversas e inusitadas criaturas.
Ya entrada la cuaresma, se dejaron ver por el camino de Aguarón dos jinetes a caballo. Nada más entrar en el término de la villa sagrada, sus pasos se regiraban si erraban el camino que les había de conducir hasta la Casa de la Maga. Ajenos a la lluvia que caía, enfilaron la calle mayor sin preguntar a nadie. Un halo de misterio y una neblina azul, que envolvía los cascos de las caballerías, guiaban sus pasos. Descabalgaron y golpearon la puerta de un edificio señorial. Abrieron el portón de la casa cuyas ventanas siempre han estado pintadas de azulete y preguntaron por Dagda la Maga. Al instante desaparecieron hombres y caballerías penetrando en el amplio patio renacentista que se abrió ante ellos.
Eustaquio Anadón Buj acababa de llegar de Cuba con una gran fortuna. Allí había sido prestamista, comerciante, armador y traficante de esclavos; también había viajado por buena parte del Continente del Agua. Hombre inteligente pero extremadamente hipocondriaco, se había interesado vivamente por los secretos de las curaciones que practicaban los nativos a través de la medicina natural.
Este indiano quería establecer casa solariega en Aguarón, de donde era natural, e iniciar una nueva trayectoria social como hombre resto y sin mácula. Tenía solamente una hija, Aurora, fruto de sus amores apasionados con una bella nativa. Aurora era la viva estampa de su madre y, además de hermosa y joven, estaba en edad casadera, por lo que su padre trataba de buscarle un joven bien posicionado para que la familia creciera en categoría social. No le faltaba en verdad, con todos esos adornos, pretendientes que quisieran tener, además de a la hermosa joven, una parte sustancial de la fortuna del padre. Sin embargo, se había corrido el rumor en los mentideros de Cariñena de que la joven había perdido la virginidad poco antes de llegar a España, desde su Cuba natal. El suceso habría tenido lugar con ocasión de la convulsa guerra que había padecido la isla para lograr su independencia. Consecuencia directa de la violencia ejercida sobre los españoles fue la violación y muerte de numerosas jóvenes. Eustaquio pudo salvar la vida de su hija mediante el pago de una cantidad importante de dinero. Ahora, de vuelta a la madre patria, se sentían seguros.
Quiso el indiano poner coto a las habladurías de la gente, más no fue posible. Así pues, después de mucho meditarlo, decidió ponerse en manos de Dagda, la Maga de Encinacorba, de la que se había oído hablar con enorme pasión a los vecinos de Aguarón. Los dos jinetes volvieron maravillados de los que habían visto con sus propios ojos. Dagda era poseedora de una marmita fabricada con los mismos materiales que Dagda, la que fuera mítica caldera del dios Lug. Conocía perfectamente las sustancias necesarias para fabricar una pomada que, aplicada regularmente a su hija, le permitiría, en pocos días, recuperar la virginidad perdida. La pócima era una mezcla de diversos elementos cocinados en la marmita con agua de la Fuente Hambrienta. A ellos se añadía agallas de encina (quercus), pie de león (alchemilla vulgaris) y el zumaque rhus coariaria. La pomada se aplicó siguiendo detalladamente las instrucciones de Dagda. A los pocos días, Aurora había recuperado totalmente la virginidad y había mejorado significativamente su aspecto personal. la noticia corrió como la pólvora y la fama de la Maga de Encinacorba siguió en aumento. De todos estos sucesos extraordinarios hay memoria en la Casa del Indiano de Aguarón, cuyo escudo condal de armas porta, en caja partida, una encina verde y un caldero de cobre.
BRUJA GUÍA, dirige a sus congéneres en la ruta hacia la zona de AQUELARRE.
Brujas llegando a Encinacorba, camino del Moncayo.
Fernandiño, experto brasileño en magia y brujería, acaba de llegar a Teruel para estudiar el fenómeno de las brujas de Jabaloyas.
Las brujas guía giran en círculos sobre la torre de Encinacorba. La aguja de la torre es punto geodésico por el que seguir la ruta hasta el Moncayo.
Una cantidad impresionante de brujas es avistada desde los oteros de Encinacorba, camino del Moncayo. Esta es la única época del año en que los cielos de la villa permanecen "polucionados".
El Cipotegato celebra la llegada de las brujas al bosque. Pronto recogerán hierbas para hacer pócimas y remediar los males de los habitantes del bosque.
Las brujas no mueren, pasan a la licantropía. A medida que envejecen y se engordan, su escoba no las puede elevar lo suficiente y entonces, al tomar tierra, los lobos del Moncayo se las comen.