Era el año 1902 y el primero en
que el tren cruzaba regularmente aquel amplio valle. Antonio, sobre los
asientos de madera del Chispa, abrió el atillo con la merienda que, para ese
día, le había preparado su mujer. La bota
iba fuera y de ella sacaba fluidos chorros de líquido rojo que al chocar sobre
el fondo de su gaznate, le refrescaba la boca y le estimulaba el apetito. Tras
la pérdida de Cuba y la instalación de aquel fantástico ferrocarril montado por
una compañía belga, las gentes del alto valle del Jiloca intuyeron que el futuro iba a ser
prometedor. Estaba previsto que para el año 1910 se abriera la Azucarera de Santa
Eulalia. Antonio ya trabajaba para la (CIA) Compañía de Industrias Agrícolas
S.A. y todos los días tomaba el tren en Monreal y bajaba en Santa Eulalia.
Antonio era natural y vecino de Ojos Negros, otro municipio en el que, en
aquellos primeros años del siglo XX, había puesto sus ojos unos magnates vascos.
Se trataba de don Ramón de la Sota y de su cuñado Aznar. Pensaban hacer un
ferrocarril para bajar el mineral de hierro de las minas de Sierra Menera,
hasta el puerto que estaban construyendo en Sagunto. El valle, de pronto, iba a
tener dos ferrocarriles, uno sería conocido como el Central de Aragón y el otro
el de la (CMSM) Compañía Minera de Sierra Menera (1907).
Antonio, de vuelta a casa a lomos
de aquella potente máquina de vapor, observaba a los hombres del valle
dedicarse a las tareas agrícolas con inusitado afán más allá, aún, de la caída del
sol. Los atajos de ganado bajaban ya compactos por las barranqueras y ramblas
para cerrarse en las majadas. Los labradores cargaban en el baste de las
caballerías el arado, el yubo y el timón, ciñéndolos con buenas sogas de
cáñamo. Otros combatían con cepos y humo los nidos de ratones que se comían los
bulbos del azafrán. Todo el campo era un mar de cáñamo y cereal. La huerta
verdegueaba de alfalces, de pipirigallo, de remolachas y panizos. Río abajo,
cada vez se hacían más abundantes los manzanos, perales, azarollos y cerezos. Las viñas ocupaban buena parte de las tierras marginales dando un inusitado verdor a las lomas que arrancando del
valle se elevaban hacia Peña palomera y San Ginés.
Antonio y Julián habían sido
amigos desde niños. Juntos habían ido a la escuela y juntos habían hecho
infinidad de “males” por majadas, huertos, teñadas, graneros y falsas. No había
espacio que no conocieran como la palma de su mano. A las zagalas del pueblo también las conocían, aunque, iban a la escuela separados y tampoco jugaban
juntos. La separación por sexos era la norma de aquellos tiempos y las
distintas labores y temas de aprendizaje lo eran igualmente. Las chicas
dedicaban más tiempo en la escuela a la costura y al rezo del catecismo que los
chicos. Estos, a su vez, deberían aprender la lectura, la escritura y las "cuatro reglas" en apenas cuatro años de escolarización. Pronto sus padres los ponían a
trabajar, bien como pastores con una punta de ganado, bien en las faenas del
campo.
De la misma manera, sus padres
les buscaban acomodo, esto es, una chica con la que casarse y formar una
familia. En el acuerdo matrimonial estaba incluida la dote y con ella la viabilidad
del matrimonio, dotando a la pareja de casa, campos de labor y algún ganado. A
Antonio lo casaron con María, una joven de su misma edad y a la que conocía
desde niña. A Julián no lo casaron sus padres pues, de momento, no encontraban forma de dotarlo
con algún tipo de bien material que cumpliera a los padres de las posibles
pretendientas. No por ello Antonio y Julián dejaron de ser amigos y
confidentes.
Antonio, de pelo rojo y ojos
azules, era un mozo fornido y trabajador. A menudo se confiaba a su amigo y le
decía: “Mi mujer, María, me quiere de verdad”. Ciertamente que ella le
preparaba con todo cuidado el saquillo de la merienda y procuraba tener la casa
limpia y aseada. Pero aquel amor todavía
no había logrado traer un hijo aunque, ciertamente, estaban en ello. Viendo
Julián un punto de ceguera en los amores de Antonio hacia María, le inquiría
cada vez que su amigo le hacia la misma confesión: “¿Estás seguro, Antonio?
Pasaron los días sin que los
hijos llegaran al matrimonio. Antonio cada vez confesaba a sus amigos, con más
vehemencia, el secreto que antes sólo confesara a Julián. Ya era la comidilla
en todo Ojos Negros, los ciegos amores de Antonio para con su mujer. Ella, en más
de un a ocasión le había confesado que le sería fiel hasta más allá de la
muerte.
Pensó Julián en la forma de
abrirle los ojos a su amigo, sobre la verdadera naturaleza de su mujer. Para
ello, habló con los amigos en una de las bodegas a las que cada noche acudían a
beber y a cantar. Debemos abrirle los ojos a Antonio, su ceguera es tan grande
que no es justo que viva engañado siempre. Antonio en principio se resistió a
tal prueba pero, finalmente, cedió ante la vehemencia de sus amigos.
Un día llegaron noticias a Ojos Negros
de un accidente ocurrido en la construcción de la fábrica de azúcar de Santa
Eulalia. El fallecido era Antonio que había quedado muerto y desfigurado como
consecuencia de haberle caído una gran piedra sobre su cuerpo. Deformado e
irreconocible, lo metieron en un ataúd y lo subieron para hacerle el velatorio a su pueblo natal.
Esa noche colocaron en el patio
de la casa el ataúd sobre las parihuelas, los candelabros, y el sudario sobre el difunto. Ocultaron de forma intencionada la posibilidad de ver el rostro,
siquiera deformado de Antonio. En el velatorio, al que acudían multitud de
vecinos, debían de ser agasajados convenientemente. Por tal circunstancia María
no paró en toda la noche de atender a las visitas ofreciéndoles de cuanto tenía
en las despensas, en el corral y en los graneros. Julián estaba atento y solícito
a cuanto le pedía María. Ya bien entrada la noche, cuando quedaron con el cadáver
los más íntimos, María se confesó a Julián. Mi marido Antonio, que en paz
descanse, me pidió que en caso de muerte te casaras conmigo. Ante la confesión de tal impostura hizo su
aparición Antonio, el marido, que estaba vivo y bien vivo, pero ahora
completamente muerta la estima y roto todo el respeto hacia la que era su
mujer.
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