EL GACHERO: COLUMNA DE VIRTUDES
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El Gachero es como un menhir,
como un pilar, como una roca, como un peirón… es firme y cabal. Es en todo semejante a una torre que se
alza frente al infinito y no rebla ni se deja batir por los vientos
huracanados, las más terribles ventiscas, ni los más despiadados hielos. Se alza enhiesto sobre las sombras del destino
y es guía y esperanza en estas tierras desérticas. Pero sobre todo, es JUSTO y
VERDADERO. Jamás saldrá de su boca la carroña de la mentira, ni la propalación
de historias que no estén ajustadas en todo a la verdad. Por el contrario el
Gachero es servicial, amable, simpático, divertido, graciosos, humilde, cortes,
generoso, altruista y muy dado a la filantropía. Gusta de la común unión con a animales
y plantas de distintas especies previamente cocinados. Agradece y practica la
glotonería como método terapéutico y, en esto, supera el entendimiento de los más
ilustrados galenos. Solamente una cosa entra por su boca: los Santos Alimentos. Y
solamente una cosa sale de ella: La Verdad, pura y simple. Por ello, la
historia que vamos a relatar a continuación, está limpia de la impura mentira y
transcrita tal como la escuchó Gachero-Francisco estando de maestro en esta
extraordinaria y singular villa de Orihuela del Tremedal.
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MILLÁN Y MARTINA
(Una historia de amor
hermoso a espaldas de la Virgen del Tremedal)
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El cura le puso de nombre Millán,
como el patrón del pueblo. A los padres les pareció bien. Siendo nombre de
santo seguro que el zagal estaría protegido. Aquel año había bajado con el
ganado hasta la Carolina, Jaén, lugar al
que hacían la trashumancia desde tiempo inmemorial. Nada más pasar el Gallo se
sintió verdaderamente en casa. Se lavó la cara, cenó y se fue a la cama. Hacia
meses que no dormía en un colchón de lana y su madre se lo había dejado bien
mullido. Durmió de un tirón hasta bien entrada la mañana. Se levantó, se
desperezó y preguntó por Martina. Martina era de su edad y habían ido juntos a
la escuela y a jugar al Ejido. Su madre le dijo que en casa de Martina estaban
esquilando y, que su madre, la había mandado con un punta de ganado por el
cerro del Tremedal.
Martina era una moza de escasa
talla, rolliza y de mejillas sonrosadas. No era muy viva para la escuela, pero
era obediente y siempre hacía los mandados de su madre al pie de la letra.
Aquella mañana, nada más levantarse, su madre le dio faena. Le puso en un
zurrón una fiambrera con gachas y la mandó con el ganado ya esquilado, para
todo el día, al monte. Pasó el Borrocal y llegó al cerro en el que se encuentra
el santuario de la Virgen. Dejó que las ovejas pastaran a gusto sin otra
preocupación pues, la perra, se encargaba por si sola de controlar a los
animales.
Para la hora de la comida, cuando
el sol ya hacía un rato que había pasado el cenit, se sentó al costado de la
ermita y sacó la fiambrera. Sólo había gachas y un troncho de longaniza, eso
era todo. Las emprendió golosa con la cuchara de madera y de vez en cuando las
empujaba mordisqueando un trozo de
longaniza. Estaba a lo suyo cuando apareció, sin hacer ruido y sin que la perra
lo oliera, Millán. La saludó y ella le respondió. La cosa parecía natural y
cotidiana, como si la ausencia de Millán durante todo un invierno no
significara nada. Sacó Millán la cuchara de madera que siempre llevaba consigo
y metió mano a las gachas de Martina.
Tras la comida, Martina dejó que
la perra lamiera la fiambrera y ellos se recostaron para echarse una cabezada
pastora. Millán enseguida notó que a la Martina le habían crecido dos buenas
tetas, gordas, tiesas y prominentes. A Millán le entró la tontuna mientras le lamía la cara, le hacía
arrumacos y le daba chupetones en el cuello sin parar y de corrido. Martina enseguida
se puso también amorosa y le entró un cosquilleo por todo el cuerpo que le hacia
pegarse más y más a Milán. Millán la tumbó sobre la hierba y le levantó las
faldas. La penetró, no sin dificultad, pues ella todavía era virgen. Al
principio Martina tuvo un poco de dolor y tal como estaba, mismamente
espatarrada, garreaba sin parar. Al poco rato sintió que los dolores se le
pasaban y que lo que sentía era algo que empalagaba como la miel. Así que empezó a jadear y a decirle
a Millán que siguiera y que no parara. El zagal, que llevaba toda la
trashumancia masturbándose a escondidas sintió, con la penetración, algo
completamente diferente y enormemente placentero. Así que Millán siguió
culeando como un choto y Martina garreando aunque cada vez menos. Llegados al
orgasmo Martina se deshizo como una magdalena cuando rebosa el molde y Millán
se esclafó encima de aquellas tetas, mullidas como almohadones de plumas, que
tenía la zagala. Siguieron así, quietos durante un rato, dejando él que todo el
semen penetrara en ella. Por fin, la perra, viendo que su ama no se movía
presintió lo peor y comenzó a ladrar alrededor de los dos pastorcillos. Martina
la acalló, la acercó y le hizo unas acaricias. Millán se percató entonces de
que Martina albergaría buen corazón por el amor que mostraba a los animales.
El acto había sido sumamente
placentero y Martina bajó aquella noche a la villa sintiéndose poseedora de un íntimo
y gozoso secreto del que pensaba sacar buen provecho. Al día siguiente nada más
levantarse le dijo a su madre que le pusiera las gachas en la fiambrera que se
iba al cerro. Millán que andaba como perro en celo, encontraba siempre la
manera de subir a hurtadillas hasta la ermita para sacarle a Martina todos los
colores del cuerpo en un frenesí amoroso desesperado y reiterativo. La madre de
Martina notaba algo raro y sospechaba cambios profundos en su hija. Se había
vuelto más alegre y extrovertida. Se ruborizaba cuando las conversaciones eran
comprometidas o cuando veía a los animales domésticos hacer el amor. Lo cierto
es que al igual que en el milagro de la Virgen de Tremedal, Martina sólo quería
subir al cerro. Allí estaba su dicha y no pensaba renunciar a ella.
Pasó la primavera con los dos
tortolitos subiendo y bajando al cerro, enamorados y perdiendo peso, hasta que
ella se percató, de que le crecía la tripa. La madre también se dio cuenta de
que Martina no dejaba periódicamente paños con sangre para lavar. Un día la
llamó a capitulo y le dijo: no subirás más al cerro. Entonces martina estalló
en sollozos y confesó las cosas tan extrañas que le estaban pasando. Esos
mareos y esas nauseas que sentía no eran normal pues, seguía comiendo las mismas
gachas con longaniza que antes. "Ya me imagino que tipo de longaniza comes tú últimamente",
le espetó su madre y Martina, prorrumpió a llorar.
Visto el cariz que tomaban los
acontecimientos los padres de Martina iniciaron los Ajustes Matrimoniales con
los padres de Millán. Ese año, para los Mayos, había que sacarlos novios para
que nadie se enterara de nada.
A estas alturas, los polvos de
Millán y de Martina corrían de boca en boca por todos los mentideros de la
Sierra de Albarracín. Tal era la inocencia y el poco recato que habían puesto
los fogosos jóvenes. La familia, como siempre, fueron los últimos en enterarse.
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IGLESIA DE SAN MILÁN EN ORIHUELA DEL TREMEDAL.
(Arquitecto: José Martín de Aldehuela)
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