RECORDANDO RELATOS DE SU PASADO LEGENDARIO
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TURRE TALLATA
(Tortajada)
Ahora están enrunadas por efecto de
la acción humana. Primero nació una barranquera que se fue abriendo a base de
siglos de escasas lluvias, pero torrenciales, arañando y desgastando ávidamente
un suelo blando y calizo. Las aguas de las montañas se vertían rápidamente al
río cuando, ocasionalmente, en los veranos rompía el cielo a llover a mares y,
los campos del fondo del valle, a inundarse... a engaronarse. Por ir mezclada,
el agua con la tierra blanca, el río se hizo cangrejero. Pero cuando la riada
bajaba desde arriba, desde lo más alto del valle, el torrente se volvía rojo,
quizás amarillo o, tal vez, anaranjado. Las turbulencias y remolinos causaban
espanto y era como si el mundo fuera a desaparecer absorbido por la inmensa
caracola devoradora de toda materia viva o inerte. Y así, una vez abierto el
barranco en uve aparecieron los primeros pobladores, detrás siempre de sus
ganados, de sus perros pastores y debajo de las aves carroñeras. No eran
constructores, no eran alarifes, su
oficio era el pastoreo extensivo y caminaban a menudo hasta más allá del confín
del mediodía. De noche volvían a la orilla del río metiendo sus ganados en los
rediles. Las mujeres por mera intuición arañaron las paredes blanquecinas de
los costados de la barranquera, primero con palos, luego con puntas de metal y
más tarde con herramientas traídas del poniente. Los habitáculos apenas daban
cabida para las personas, pero protegían bien de la lluvia, del viento y de un
clima extremo. Profundizaron en la acción y penetraron en la montaña. Las
galerías, a tramos se ensanchaban formando amplios habitáculos. Las bocas de
entrada se cubrieron con tejidos de espartera, para preservar la temperatura y
la entrada de alimañas. Un día de lluvia, de forma intuitiva, metieron el
ganado en su interior para protegerlo del dios Zeus, quien con sus truenos y
rayos, colmaba de temor a los humanos. Desde aquel día hombres y animales
ocuparon las cuevas en la noche, protegiéndose así, del frío y de las alimañas
que siempre acechaban en torno al ganado. De día las crías quedaban en la cueva
y las madres estaban obligadas a volver de noche al mismo sitio. Nació así la
Alera Foral y una forma de cohabitación que guardaba el calor del día durante
la noche y el de la noche durante los pretos días del invierno. Al abrigo de
las alimañas, el ganado creció y también la población que tenía en las ovejas,
pieles, lana para textiles, leche y carne abundante.
Cuando los días eran plácidos y las
nubes cosían y descosían el cielo dejando ver de vez en cuando la amable mano
de los dioses, los hombres liberados del pastoreo, pescaban en los ríos y
cultivaban, apenas, pequeñas porciones de tierra. El viento azul peinaba los
montes blancos cubiertos de sabinas y de arnachos. Los árboles inclinaban
levemente su torso gimiendo melodías antiguas. Las veredas se cubrían de hierba
verde y fresca. En los ribazos, diminutas florecillas eran atravesadas
lentamente y levemente por la cinta plateada de los moluscos. Y, más allá del
valle, habitaba el reino de las plantas aromáticas, el reino de los bosques de
pino, de encina y también, las dehesas para el pastoreo. Otros hombres,
desconocidos, atravesaban formando caravanas el lugar siguiendo la flecha del
río. A menudo paraban y comerciaban tomando de los de aquí sus pieles, su lana
y su queso a cambio de objetos traídos de lejanos lugares, pero que les eran
útiles o de entretenido y grato divertimento a los nativos. Abalorios, espejos,
peines y caleidoscopios, entre una multitud de baratijas, eran muy codiciados y
objeto de intercambio apresurado.
Pasaron las edades de los hombres
como sábanas monótonas en las que abrieron calendarios y anecdotarios.
Señalaron en ellos las entradas de las estaciones del ciclo anual y, de esta
forma, pudieron prevenir al barrunto las épocas de fríos y de calores.
Aprendieron a entibar el río y a desviar sus dulces aguas por zaicas y
caballones. Inundaron pequeños campos para hacerlos fértiles y de ellos sacaron
el trigo dorado para la hogaza de pan del pastor. Aprendieron a construir casas
sobre las cuevas y a secar las carnes mediante la salazón. Pasaban el invierno
con perniles salados, conservas, trigo y vino.
Mantenían la llama sagrada del dios Bel durante esta época de noches
frías y largas. Como los dioses les fueron benignos les concedieron numerosa
descendencia formando nube de población que laborando sin descanso levantaron
notables edificios de piedra y templos para sus dioses.
Quisieron los hombres, cuando el
verdor del valle ya era total y su naturaleza más parecida a la de un oasis, construir a sus expensas y
para mayor seguridad de sus habitantes, una torre. Sobre una loma entre dos
barrancos, tras sacrificar un cordero al dios Lug, señalaron una noche de
plenilunio el lugar exacto. Los druidas quemaron espliego mezclado con tomillo
y romero, luego hicieron una gran hoguera con arnachos y danzaron entorno a
ella golpeando la tierra con sus pies. Si la madre naturaleza, tras despertar
de la noche fría e invernal, les era benigna, la tierra volvía a darles sus
frutos y los rebaños sus crías, construirían una torre tal alta que sería la
admiración de todas las tribus del valle.
Corrió la voz, desde las míseras
cabañeras de Gúdar, hasta las plácidas aldeas del bajo valle de un rió llamado
el Blanco, que torrencial, llegaba de los Universales Montes. Se buscaron
alarifes capaces de levantar tan singular obra y, los hombres y las mujeres de
la ladea, trabajaban llevando piedra y cal en abundancia. Cada día sacrificaban
un animal para ofrendar a los dioses y para alimento de los mortales. El
paisaje del último tramo del río Rojo se vestía con la esbelta y majestuosa
presencia de una torre que iba tomando esplendor y altura por momentos. Con la
llegada de la primavera el valle hermoseó como nunca lo había hecho hasta
entonces y los hombres culminaban su obra colocando en su perímetro
superior una faja de almenas que la
adornaba y embellecía. Retirados los andamios de madera de sabina, tras el
remate de la obra, los naturales del lugar se dejaron llevar por un legítimo
orgullo. Organizaron una fiesta sagrada en la que el vino y los placeres
carnales se hicieron dueños de sus voluntades.
Los dioses vieron con desagrado esta
soberbia obra humana y Dagda, dueña de la caldera de la inmortalidad, fue la
primera en pedir un castigo ejemplar para aquellos que habían cometido el
pecado de altanería. La protección y cuidado de los hombres era una tarea
privilegiada de los dioses que a su vez estaban encargados del guardar el orden
natural de las cosas. Tras un invierno de hielos nocturnos y nieblas matinales,
la primavera descorrió las cortinas del cielo para que los dioses vieran esta
obra humana en toda su potencia. Esa torre que representaba una afrenta explícita a su poder omnímodo.
Aquel verano las tormentas fueron pavorosas y el río se desbordó en varias
ocasiones aniquilando las cosechas de la huerta, arrastrando los ganados hacia
el mar y abriendo en su cauce pozancones por los que se subsumía todo los que
arrastraba la corriente. Por fin, tras una plácida mañana de verano, se desató
la gran tormenta y un rayo certero, como lanzado por Zeus expresamente, se
estrelló contra la torre partiéndola en dos. La parte superior de la
construcción cayó sobre la ladera caliza de su entorno. Tan magna obra humana
quedó desde entonces partida, tallada o cortada a la vista de todos los
habitantes del valle que por allí pasaban. Era una señal clara de advertencia a
la osadía de los hombres.
Pasaron los siglos, se sucedieron las
generaciones, cambiaron los modos y las maneras de gobernarse de sus
habitantes, pero dos cosas han permanecido inalterables en la orilla izquierda
del río Rojo. Una es la torre partida, arruinada y abandonada desde entonces
hasta nuestros días. La otra, son las cuevas troglodíticas que sirvieron de
cobijo a los primeros hombres y animales del valle y, de hospital de campaña,
en la Batalla de Teruel (1937-1938). Las cuevas ahora están enrunadas por obra
de mano humana sin que los dioses, por el momento, se hayan pronunciado al
respecto.
Ahora, son las tardes en el valle
verdes como la esperanza y, en los montes, se matiza el dulzor azul celeste con
los tonos de la floresta gris. Todo discurre en el orden que los dioses
quisieron siempre que fuera hasta que, al ocaso y tras su último estertor
rojizo, siembran la sombra de la noche negra sobre choperas, eras y pajares.
Recoge de atardecida, el pastor, su
atajo de ganado llevando en un costado el morral. En una mano la gayata y en la
otra mano, prendido, el último cordero parido por la oveja panicera. La madre
los sigue a escasa distancia lamiendo al hijo recién parido y dándole su
impronta. Como al principio de los tiempos humanos, la estampa no ha cambiado
en absoluto. Sólo que los dioses ya no existen y los hombres no recuerdan el
origen de la Turre Tallata.
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El molino de Amador
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Las casas cuelgan sobre el Alfambra
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Iglesia de San Andrés
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Atardecida
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Entrada al lugar
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Parte baja del Trul, junto al barranco.
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Accesos
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Rocha de San Pascual
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Puente colgante
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Pozo de suministro de agua.
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