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sábado, 25 de febrero de 2017

Febrero2017/Miscelánea. TORTAJADA EN FEBRERO (EN LA MARGEN IZQUIERDA DEL RÍO ALFAMBRA)

RECORDANDO RELATOS DE SU PASADO LEGENDARIO
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TURRE TALLATA
(Tortajada)
Ahora están enrunadas por efecto de la acción humana. Primero nació una barranquera que se fue abriendo a base de siglos de escasas lluvias, pero torrenciales, arañando y desgastando ávidamente un suelo blando y calizo. Las aguas de las montañas se vertían rápidamente al río cuando, ocasionalmente, en los veranos rompía el cielo a llover a mares y, los campos del fondo del valle, a inundarse... a engaronarse. Por ir mezclada, el agua con la tierra blanca, el río se hizo cangrejero. Pero cuando la riada bajaba desde arriba, desde lo más alto del valle, el torrente se volvía rojo, quizás amarillo o, tal vez, anaranjado. Las turbulencias y remolinos causaban espanto y era como si el mundo fuera a desaparecer absorbido por la inmensa caracola devoradora de toda materia viva o inerte. Y así, una vez abierto el barranco en uve aparecieron los primeros pobladores, detrás siempre de sus ganados, de sus perros pastores y debajo de las aves carroñeras. No eran constructores,  no eran alarifes, su oficio era el pastoreo extensivo y caminaban a menudo hasta más allá del confín del mediodía. De noche volvían a la orilla del río metiendo sus ganados en los rediles. Las mujeres por mera intuición arañaron las paredes blanquecinas de los costados de la barranquera, primero con palos, luego con puntas de metal y más tarde con herramientas traídas del poniente. Los habitáculos apenas daban cabida para las personas, pero protegían bien de la lluvia, del viento y de un clima extremo. Profundizaron en la acción y penetraron en la montaña. Las galerías, a tramos se ensanchaban formando amplios habitáculos. Las bocas de entrada se cubrieron con tejidos de espartera, para preservar la temperatura y la entrada de alimañas. Un día de lluvia, de forma intuitiva, metieron el ganado en su interior para protegerlo del dios Zeus, quien con sus truenos y rayos, colmaba de temor a los humanos. Desde aquel día hombres y animales ocuparon las cuevas en la noche, protegiéndose así, del frío y de las alimañas que siempre acechaban en torno al ganado. De día las crías quedaban en la cueva y las madres estaban obligadas a volver de noche al mismo sitio. Nació así la Alera Foral y una forma de cohabitación que guardaba el calor del día durante la noche y el de la noche durante los pretos días del invierno. Al abrigo de las alimañas, el ganado creció y también la población que tenía en las ovejas, pieles, lana para textiles, leche y carne abundante.
Cuando los días eran plácidos y las nubes cosían y descosían el cielo dejando ver de vez en cuando la amable mano de los dioses, los hombres liberados del pastoreo, pescaban en los ríos y cultivaban, apenas, pequeñas porciones de tierra. El viento azul peinaba los montes blancos cubiertos de sabinas y de arnachos. Los árboles inclinaban levemente su torso gimiendo melodías antiguas. Las veredas se cubrían de hierba verde y fresca. En los ribazos, diminutas florecillas eran atravesadas lentamente y levemente por la cinta plateada de los moluscos. Y, más allá del valle, habitaba el reino de las plantas aromáticas, el reino de los bosques de pino, de encina y también, las dehesas para el pastoreo. Otros hombres, desconocidos, atravesaban formando caravanas el lugar siguiendo la flecha del río. A menudo paraban y comerciaban tomando de los de aquí sus pieles, su lana y su queso a cambio de objetos traídos de lejanos lugares, pero que les eran útiles o de entretenido y grato divertimento a los nativos. Abalorios, espejos, peines y caleidoscopios, entre una multitud de baratijas, eran muy codiciados y objeto de intercambio apresurado.
Pasaron las edades de los hombres como sábanas monótonas en las que abrieron calendarios y anecdotarios. Señalaron en ellos las entradas de las estaciones del ciclo anual y, de esta forma, pudieron prevenir al barrunto las épocas de fríos y de calores. Aprendieron a entibar el río y a desviar sus dulces aguas por zaicas y caballones. Inundaron pequeños campos para hacerlos fértiles y de ellos sacaron el trigo dorado para la hogaza de pan del pastor. Aprendieron a construir casas sobre las cuevas y a secar las carnes mediante la salazón. Pasaban el invierno con perniles salados, conservas, trigo y vino.  Mantenían la llama sagrada del dios Bel durante esta época de noches frías y largas. Como los dioses les fueron benignos les concedieron numerosa descendencia formando nube de población que laborando sin descanso levantaron notables edificios de piedra y templos para sus dioses.
Quisieron los hombres, cuando el verdor del valle ya era total y su naturaleza más parecida a  la de un oasis, construir a sus expensas y para mayor seguridad de sus habitantes, una torre. Sobre una loma entre dos barrancos, tras sacrificar un cordero al dios Lug, señalaron una noche de plenilunio el lugar exacto. Los druidas quemaron espliego mezclado con tomillo y romero, luego hicieron una gran hoguera con arnachos y danzaron entorno a ella golpeando la tierra con sus pies. Si la madre naturaleza, tras despertar de la noche fría e invernal, les era benigna, la tierra volvía a darles sus frutos y los rebaños sus crías, construirían una torre tal alta que sería la admiración de todas las tribus del valle.
Corrió la voz, desde las míseras cabañeras de Gúdar, hasta las plácidas aldeas del bajo valle de un rió llamado el Blanco, que torrencial, llegaba de los Universales Montes. Se buscaron alarifes capaces de levantar tan singular obra y, los hombres y las mujeres de la ladea, trabajaban llevando piedra y cal en abundancia. Cada día sacrificaban un animal para ofrendar a los dioses y para alimento de los mortales. El paisaje del último tramo del río Rojo se vestía con la esbelta y majestuosa presencia de una torre que iba tomando esplendor y altura por momentos. Con la llegada de la primavera el valle hermoseó como nunca lo había hecho hasta entonces y los hombres culminaban su obra colocando en su perímetro superior  una faja de almenas que la adornaba y embellecía. Retirados los andamios de madera de sabina, tras el remate de la obra, los naturales del lugar se dejaron llevar por un legítimo orgullo. Organizaron una fiesta sagrada en la que el vino y los placeres carnales se hicieron dueños de sus voluntades.
Los dioses vieron con desagrado esta soberbia obra humana y Dagda, dueña de la caldera de la inmortalidad, fue la primera en pedir un castigo ejemplar para aquellos que habían cometido el pecado de altanería. La protección y cuidado de los hombres era una tarea privilegiada de los dioses que a su vez estaban encargados del guardar el orden natural de las cosas. Tras un invierno de hielos nocturnos y nieblas matinales, la primavera descorrió las cortinas del cielo para que los dioses vieran esta obra humana en toda su potencia. Esa torre que representaba  una afrenta explícita a su poder omnímodo. Aquel verano las tormentas fueron pavorosas y el río se desbordó en varias ocasiones aniquilando las cosechas de la huerta, arrastrando los ganados hacia el mar y abriendo en su cauce pozancones por los que se subsumía todo los que arrastraba la corriente. Por fin, tras una plácida mañana de verano, se desató la gran tormenta y un rayo certero, como lanzado por Zeus expresamente, se estrelló contra la torre partiéndola en dos. La parte superior de la construcción cayó sobre la ladera caliza de su entorno. Tan magna obra humana quedó desde entonces partida, tallada o cortada a la vista de todos los habitantes del valle que por allí pasaban. Era una señal clara de advertencia a la osadía de los hombres.
Pasaron los siglos, se sucedieron las generaciones, cambiaron los modos y las maneras de gobernarse de sus habitantes, pero dos cosas han permanecido inalterables en la orilla izquierda del río Rojo. Una es la torre partida, arruinada y abandonada desde entonces hasta nuestros días. La otra, son las cuevas troglodíticas que sirvieron de cobijo a los primeros hombres y animales del valle y, de hospital de campaña, en la Batalla de Teruel (1937-1938). Las cuevas ahora están enrunadas por obra de mano humana sin que los dioses, por el momento, se hayan pronunciado al respecto.
Ahora, son las tardes en el valle verdes como la esperanza y, en los montes, se matiza el dulzor azul celeste con los tonos de la floresta gris. Todo discurre en el orden que los dioses quisieron siempre que fuera hasta que, al ocaso y tras su último estertor rojizo, siembran la sombra de la noche negra sobre choperas, eras y pajares.
Recoge de atardecida, el pastor, su atajo de ganado llevando en un costado el morral. En una mano la gayata y en la otra mano, prendido, el último cordero parido por la oveja panicera. La madre los sigue a escasa distancia lamiendo al hijo recién parido y dándole su impronta. Como al principio de los tiempos humanos, la estampa no ha cambiado en absoluto. Sólo que los dioses ya no existen y los hombres no recuerdan el origen de la Turre Tallata.
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El molino de Amador
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Las casas cuelgan sobre el Alfambra
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Iglesia de San Andrés
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Atardecida
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Entrada al lugar
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Parte baja del Trul, junto al barranco.
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Accesos
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Rocha de San Pascual
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Puente colgante
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Pozo de suministro de agua.
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