EL TORO Y LA ESTRELLA
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Cuando Pedro II alcanzó el trono de
Aragón en el año 1196 de la Era Cristiana ya le habían precedido en tan
honorable y real cargo, seis hombres y
una mujer. Era, pues, el séptimo rey de una dinastía que habría de alcanzar las 25
testas coronadas y, de ellas, el fruto más granado sería la del rey Fernando II
el Católico, de memoria, todavía viva en Aragón.
Pedro II llevó por sobrenombre de “el
Católico” a pesar de haber sido excomulgado por el Papa de Roma. Excomunión que le
vino como consecuencia de la defensa que hizo de la herejía Cátara. Defensa, hasta con las armas, a la que le
obligaba el pacto de vasallaje con lo albigenses.
Un año antes de la batalla de Muret
(13 de septiembre del año 1213), el rey vino a Teruel en busca de soldados jóvenes.
Teruel era una ciudad de frontera y por tal circunstancia poblada por guerreros
valiente, muchos de ellos hijos de los nobles guerreros traídos por su propio
padre, el rey y fundador de la ciudad, Alfonso II de Aragón llamado “el Casto”.
Pronto estableció el rey Pedro fuerte amistad con Juan Martínez de Marcilla (para
la leyenda Diego) y consecuencia de aquella sintonía éste le nombró su
Portaestandarte Real. Muchas tardes del inverno turolense practicaban el arte
de la lucha en la barbacana o explanada que hay delante de la puerta de
Guadalaviar y que hoy es conocida como “del Óvalo”. En aquellos trances conoció
el monarca la fuerza, la bravura y el ímpetu de Diego al que identificó con el
Toro.
Vivía el rey Pedro en el Alcázar que
hay en el Tozal de Teruel, junto a una plaza llamada ahora de la Judería, pues
le estaban levantando un palacio propio y ajeno a la cultura mora, en la zona
conventual de la ciudad y que, hoy día, es conocida como placeta de las Monjas.
Por ser un rey guerrero y por vivir entre compañeros de armas, el rey Pedro
estaba a gusto en la villa de Teruel. Tal es así que no encontraba hora de
marchar a atender los muchos asuntos que le requería la Corona. Solía comer cada
día en una casa de los llamados Ricos Omes que vivían en esa misma calle y,
también, en el barrio llamado de los “Palacios”.
Un día fue invitado a la casa del río
hombre Pedro Segura, cuyo palacio se ha conservado, hasta hace poco, en la llamada
ahora calle de los Amantes. Allí conoció a la única hija de la familia y a la
que preguntó su nombre. Isabela (Isabel) me llamo, majestad, para servirle. Y
efectivamente, aquel día conoció las artes culinarias de Isabel y también su discreción
y amabilidad. Quedó prendado de la joven doncella y quiso preguntarle al padre
si pensaba casarla. La pretende un joven de la villa llamado Diego (le dijo),
pero que carece de fortuna, no por carecer de familia principal, sino por ser
segundón. Dijo entonces el rey, Diego es mi amigo y, poco he de poder yo en
este reino si no trona rico a la villa en un plazo breve de tiempo. Porque, seguro
estoy, de que tú Isabel eres la estrella que le guiará en el combate y en el triunfo
final.
Así quedaron las cosas cuando el rey
Pedro fue reclamado para ir a Muret, una ciudad en el sur de Francia que estaba
siendo asediada por fuerzas militares del Papa. Marchó Diego con el monarca dejándole
a Isabel la promesa de los cinco años. Murió el Rey don Pedro en los muros de
la ciudad de Muret y se perdió aquel pensamiento que había nacido en su mente
identificando a Diego y a Isabel
con el Toro y la Estrella. De no haber sucedido así las cosas, a buen
seguro, que las crónicas reales de la época lo hubieran reflejado. Tal era el afecto
que había nacido entre el rey y los dos jóvenes turolenses. Tampoco, el rey
Pedro, pudo conocer los desgraciados sucesos que tras la vuelta de Diego,
acaecieron en la ciudad y que son memoria del reinado de su sucesor Jaime I el
Conquistador.
Al rey Pedro, el toro le sigue, la estrella le guía.