¡ENCANDREJAR LA CAMPANA!
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Era el año 1743 y el rey Felipe V de
España, que estaba en guerras por causa de los austrias, iba a pasar por Caminreal camino de
Barcelona. A Sebastián, maestro de obras, le habían dicho los del Capítulo
General y los del Concejo, sabedores de tan importante suceso, que la torre
debería estar terminada para cuando llegase el monarca. Según el plan de ruta, el monarca pararía a oír misa en el lugar. Por todo ello, en casa de Sebastián
Palacios, maestro de obras y ajustado para hacer la torre, todo era zozobra. No
sabía a ciencia cierta si se terminaría la obra en plazo. Su hijo, Pablo, no
paraba de preguntar… ¡Padre, padre…! ¿Estará la torre terminada para el día en
que venga el rey? Se procurará, decía el padre con gesto dubitativo. Por todo
ello, los vecinos aportaron otra derrama y se contrató a más obreros para
acelerar la obra.
Por el Camino Real ya habían llegado
hasta Caminreal las campanas fundidas en Zaragoza y se habían preparado, para
subirlas hasta el cuerpo de campanas de la torre, un enorme artefacto en forma
de ceprén
que permitiría elevarlas con no mucho esfuerzo. Ahora, Sebastián y su hijo Pablo
estaban más tranquilos. Tras colocarlas se procedió a comprobar su sonido.
Primero se hicieron los toques de misa, de difuntos, de mortejuelo, etc., y por
fin Sebastián le dijo a su hijo que estaba subido en lo alto: “¡hijo, ahora bandéalas!”.
Como si de un resorte se tratara el hijo se subió a la estructura donde estaba
montada la campana mayor y procedió al bandeo. Siguió impulsando la campana con
los pies hasta encanala o encandrejala de tal forma que, badajo y campana,
giraban al unísono y el sonido desaparecía. Luego, tras unos minutos de
silencio, la campana volvió a su ser, cesó la sintonía entre campana y badajo y,
el sonido, volvió agudo y ensordecedor a invadir los oídos de la muchedumbre
que se agolpaba en la plaza de la iglesia. ¡Muy bien, Pablo!, dijo el padre, ya
puedes bajar.
Todo estaba preparado, pues, para el día
en que llegó el rey y paró su carroza a las puertas del templo. Quiso el párroco
dar mayor solemnidad al acto y planeó una pequeña procesión en torno a la
iglesia y a la casa del Concejo. El caso es que, nada más salir del templo para
iniciar la procesión, Pablo y otros fornidos mozos del lugar, que estaba en el
campanario, procedieron al bandeo general de campanas llegando con su
entusiasmo a encandrejalas. Más en esta ocasión la ausencia de sonido en una
de las campanas no obedecía al hecho de haberla encanao o encandrejao, por el
contrario, la ausencia de sonido se debía al hecho de que uno de los badajos se
había soltado.
El artefacto salió disparado de la
campana y cayó a la plaza, con tan mala suerte, que dio en el brazo de uno de
los nobles que iban en el séquito del rey. Visto el suceso se paró la procesión y
el rey, montando en su carroza, marchó de inmediato. Días posteriores
recibieron carta de la Cancillería Real por la que se procedía a la cancelación
de las campanas hasta nueva orden. Así pasaron muchos años de este suceso sin
que Caminreal, aun teniendo campanas y campanario, pudiera obtener sonido de
ellas, ni siquiera en los días de las fiestas mayores.
Concejo y Capítulo decidieron pedir
audiencia al rey para que les apease del castigo. Mientras, habían ideado la
forma de que el suceso no volviera a repetirse. Para ello forjaron unas cajas
de hierro a modo de jaulas que instalaron en el campanario. Desde entonces,
hasta la fecha, todavía perduran.
Fue su sucesor, el rey Fernando VI, el
que por real privilegio volvió a conceder a Caminreal la potestad de
bandear sus campanas, hasta encandrejalas.