EL PÁJARO DE SAN JUAN
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Vicente Blasco Ibáñez relata en su
novela “Arroz y tartana” una leyenda que, más que leyenda, es un drama vivo y
real de las gentes de Teruel que ya en aquella época bajaban al “reino” en
busca de acomodo o forma de vida para sus hijos. De
Aguilar de Alfambra, como un Águila, voló
en busca de un futuro mejor el padre de don Vicente Blasco Ibáñez. De aquí eran
natural el padre y le acompañaba su mujer que era también aragonesa, pero
natural de Calatayud. El hijo, Vicente, ya nació en Valencia.
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LA LEYENDA
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“En época pasada, aunque no remota,
el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus
establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía
siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como
bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de
cuidar las reses en el monte, y le
conducían a Valencia para «hacer suerte», o, más bien, por librar a la familia
de una boca insaciable, nunca ahíta de patatas y pan duro.
El flaco macho que los había
conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a
las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con traje de pana
deslustrado en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una
estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y
encogidos, como si pidiesen limosna preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba
acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y
en seguida iba por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados
unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era desechada
la oferta del criadico, entonces se realizaba la leyenda inhumana, de cuya
veracidad dudaban muchos.
Vagaban padre e hijo, aturdidos por
el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e
insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la
escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La
original veleta, el famoso Pardalot, giraba majestuosamente.
—¡Mia, chiquio, qué pájaro!... ¡Cómo
se menea!... —decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más
encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el
autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí,
ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, con la
conciencia satisfecha de haber puesto al chico en el camino de la fortuna.
El muchacho berreaba y corría de un
lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los
dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un
comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los principios de
su carrera, tomase bajo su protección al abandonado y le metiese en su casa,
aunque no le faltase criadico.
La miseria del lugar, la abundancia
de hijos y, sobre todo, la cándida creencia de que en Valencia estaba la
fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia
era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas
las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de
nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso,
donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para
cogerlos.
El que iba allá abajo se hacía rico;
si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales
comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas
suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provincia
de Teruel guardando reses y comiéndose los codos de hambre. Los que habían emprendido
el viaje para morir en un hospital, vegetar toda la vida como dependientes de
corto sueldo o sentar plaza en el ejército de Cuba, ésos no eran tenidos en
cuenta.
Al hacer la estadística de los
abandonados ante la velada de San Juan, don Eugenio García, fundador de la
tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.”
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