DRAGÓN D´ARAGÓN
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Este relato, según figura en el
pergamino encontrado en El Campo (Villel) se encabeza con los números 613353 de la
Cábala y es, para algunos, el origen
de muchas de las leyendas de San Jorge en Aragón.
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Desde sus orígenes mágicos y
legendarios, éste que ahora habitas y cultivas, fue reino de dragones. Y, esto
que ahora relato, lo encontré escrito en un viejo pergamino perdido en uno de
los desvencijados desvanes de las ruinas de El Campo (Villel). Todo sucedió, mucho antes de que el rey Pedro
IV los sometiera y los colocara de adorno sobre sus cimeras. Hasta entonces,
estas sierpes malignas, siguiendo su propia naturaleza despiadada acechaban
todas las fronteras del reino y batían a los hombres y a los animales sin piedad.
Los tributos siempre los cobraban en sangre de doncella o en barón recién
nacido y, luego de quedar satisfechos, dejaban por un tiempo tranquilos a los
hombres. Por esta razón el rey había dividido el reino en Cullidas y
Sobrecullidas que eran los puntos por los que se entraba y se salía de Aragón y
los puntos críticos donde aparecían, también, los dragones para coger su botín,
esto es, para hacer su cullida.
Dos enormes rocas partidas por el
cauce milenario del Turia abrían paso, al agua y a las personas, que
transitaban entre los reinos de Aragón y Valencia. Junto al paso, estrecho o
angostura, las montañas lindantes estaban cargadas de ricos minerales. Entre
estos minerales había abundancia de azufre, que era esencial para el nacimiento
del fuego en el seno del dragón. Esta razón, así como otras de peso que luego
contaremos, era la causa por la cual, aquí, estaba situada la mayor de las
DRAGONERAS del reino.
Aguas arriba del cauce del río Blanco,
en cuyas aguas se bañaban los dragones para hacerse invisibles, existía un
fuerte castillo levantado por poderoso caballero sobre una potente y aguda
roca. A sus pies y, acogidos a la protección del potente brazo de los sucesivos
señores del castillo, había crecido un villorrio. Sus laboriosas y humildes
gentes, vivían y prosperaban gracias a
los frutos que su hermosa huerta les proporcionaba. Gracias también al pastoreo,
a la recogida de miel, plantas aromáticas… pero, sobre todo, al comercio de
las caravanas que cargadas de mercadería llegaban desde oriente a través del
puerto de Valencia. Tenía este comercio un día a la semana en que no tributaba al
señor del castillo y que lo practicaban los “Liberos”(libres) palabra que ha dado hoy
en decirse Libros.
No hubieran tenido las páginas de la
historia, ni aún aquellas que recogen las mejores Leyendas de la Tierra,
noticias de este lugar a no ser por las graves perturbaciones que ocasionaban
estas sierpes, con boca de fuego, que a menudo se apostaban en los Estrechos de
Villel y que arrebataban a los viajeros, sin distinción, todo aquello que
entraban o sacaban de Aragón.
Todo se complicó el día en que el rey
de los dragones pidió como tributo, nada más y nada menos, que a la hija
doncella del señor del castillo de Villel. Era esta, una primorosa jovencita de
apenas doce años de edad y de la que su padre, lógicamente, estaba prendado. En
vano pidió al rey de los dragones cambiarse él, por su hija. En vano mandó, el señor
del castillo, cegar todas las bocas de las minas de azufre para que al
faltarles el fuego se ahogaran en el humo. De nada le sirvió, tampoco, abrir en
roca viva la fuente de la Chartera y con ella teñir de rojo las aguas del Turia
para evitar la invisibilidad de los dragones. Todo fue inútil y el día señalado
para la entrega se acercaba, inmisericorde.
Mando entonces el señor de Villel
cartas a los principales señores de estas tierras circundantes del reino de Aragón,
señalando que: al valiente que venciera al rey de los dragones en los Estrechos
de Villel, le entregaría la mano de su hija. Hasta el lugar señalado como El
Campo, junto a los Estrechos de Villel, acudieron sucesivamente los más
principales señores. Allí se batieron y perecieron los Azagra, los Cañada, los
Tosos, los Pomar, los Sánchez Muñoz, los poderosísimos condes de Fuentes, los
de la Florida, los de Híjar, los de Bernabé, los de Greixell… y, hasta el señor
de Molina.
Desesperado, el señor de Villel veía
acercarse el día señalado, que era el día de su ruina y de su perdición,
irremisiblemente. De nada valió todo el oro, diamantes y piedras preciosas que
pudo entregar en prenda.
Al alba del día señalado acudió, el
señor de Villel con su hija, hasta la explanada de El Campo para hacer entrega
de la prenda solicitada por el rey de los dragones. Sin embargo, la sorpresa fue
mayúscula al ver, en mitad del campo de batalla a un caballero perfectamente
pertrechado que portaba lanza y un escudo de plata bruñida cuyo reflejo deslumbraba
a personas y animales. Me llamo Jorge y vengo de Capadocia atraído por la
belleza y bondad de tu hija. Hoy, aquí
en El Campo, daré la más fiera y feroz batalla de mi vida por tu hija, que es
la más bella de las doncellas que lavan su cara, con las aguas del río Blanco.
Apareció el rey de los dragones y
hubo simpar batalla. Por momentos la victoria se decantaba hacia una u hacia
otra de las partes. Llevaban varias horas de combate, sin tregua, hasta que por
fin el sol alcanzó el ángulo apetecido por el caballero. Éste, dirigiendo con
gran habilidad los rayos de sol reflejados en su pulidísimo escudo, dejó
deslumbrado y ciego al dragón, momento que aprovechó para asestarle una lanzada
mortal, penetrándole por la boca a la sierpe de fuego y que, al instante, yació
muerta en la tierra junto al Turia.
Allí mismo se construyó un ermita y
se realizaron los esponsales entre Jorge y la doncella de Villel. Pero, un buen
día, el caballero y la doncella, montados en caballo blanco marcharon
cabalgando por el cielo hasta la Capadocia. Desde entonces, en todo el Alto
Turia se espera su regreso con ocasión de alguna circunstancia excepcional que
les haga volver, de nuevo.
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