El conductor gira de soslayo la
mirada hacia la derecha y constata que sigue ahí. Se trata de ese pueblecito recostado
sobre la ladera de una montaña roja. Rodeado de bancales sembrados en verde, con
sus casas representando
una falange, una falange griega preparadas para el combate. En mitad, como un
Mío Cid, se yergue la iglesia parroquial con su torre envejecida, pero digna y
mudéjar. Pasa de vez en cuando por sus pies un tren blanco y lento, que apenas
hace ruido para no despertar a las cinco
docenas de ancianos que duermen o dormitan en sus sofás. El pueblo siempre miró
al Pancrudo, pero también, a la rambla de Cuencabuena. Fue lugar estratégico
cuando la estrategia andaba en camello, en burro, o en caballo y hacía los trayectos
cambiando de cuenca fluvial. Allí, desde aquel peirón/pairón que ves, el
viajero tomaba el Pancrudo, o marchaba a buscar A Uerba o, por el contrario,
bajaba hasta el Jiloca. Pero el coche va demasiado rápido y el comentario se
corta inesperadamente sobre el viaducto que atraviesa el pantano. Va creciendo
el agua. Poco a poco desde la autovía se ve la sábana blanca que cubre las
huertas centenarias y que dieron de comer a hombres y a bestias. El pueblo no
tiene ni entrada ni salida directa a la autovía, así que, hay que entrar en
Calamocha y volver por Navarrete. Hemos de saludar a los Amigos de Lechago. La
mayoría en Zaragoza pero siempre con el pensamiento puesto en el pueblo. Un
pueblo con mucha historia. Tanta, que la tienen puesta por escrito. El conductor va ahora
despacio camino de Navarrete y pronto entrará, por la cola del pantano, en
Lechago, que es barrio de Calamocha desde 1971 al menos. Conduce despacio por
la calle Mayor hasta la plaza del Pilar, en la que un hermoso Peirón, con su
sombra señala la hora de comer. Los viajeros comen en el bar y luego toman
buena nota de los que ven y oyen. Son cosas sin importancia pero que se dirán, para entretenimiento de ociosos, en el próximo capítulo.
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