"CUANDO NO HAY REMEDIO, YA PUEDES REZAR"
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Era una tarde de tormenta a
finales de junio. La casa estaba cerrada por temor a los rayos y a los
estampidos de los truenos agitando puertas y ventanas. La nieta dijo al abuelo:
¡abuelo, cuéntame un cuento! Al abuelo le agradó la solicitud de la nieta, pues
así se distraería de los fenómenos meteorológicos y pasaría la tarde ajena al estruendo
de la tronada sobre los Montes Universales. Escucha, dijo el abuelo. Érase una
vez….
Había un rico comerciante en la
Sierra de Albarracín que vendía sus mercancías por todo el Mediterráneo,
principalmente tejidos de lana. Tenía todo lo que un hombre podía desear,
además, había contribuido con su dinero a sufragar fastuosos retablos y todo
tipo de obras para el culto en la catedral de la ciudad de los Azagras. Sin
embargo, se sentía infeliz y no podía satisfacer, a pesar de sus muchas
riquezas, uno de sus más curiosos y extravagantes caprichos.
Este rico comerciante acudía
todos los días a la catedral donde hacía confesión, escuchaba misa y tomaba la
comunión. Tras la celebración de la Eucaristía dejaba, el obispo, en el
ostensorio del altar mayor la Sagrada Forma. Rezaba entonces, nuestro hombre,
con extremada fruición al Santísimo y le pedía le concediera su más ardiente
deseo. Éste no era otro que el poder comprender el lenguaje de los animales.
Paseaba un día por una dehesa de
la sierra que era de su propiedad y escuchó a una oveja hablar con su compañera
de pasto. Sabes le decía, nuestro amo va a mandar un cargamento de mercancías para embarcarlas en el puerto marítimo de Vinaroz. Antes de llegar a este
puerto del Mediterráneo, los bandoleros le asaltarán y le robarán todo el
cargamento. Nuestro amo quedará entonces pobre y sin nadie que le ayude. Quedó
sorprendido de lo que escuchaba, pero hizo caso y cambió la ruta comercial. De
esta forma salvó su fortuna y siguió disfrutando de su holgada vida.
Otro día escuchó hablar a los
caballos que tiraban de su carreta. Uno le decía al otro: pobre amo nuestro, su
casa se va a incendiar y perderá todo cuanto se encuentra en ella. De nuevo
hizo caso, cambió todos los enseres a una casa nueva. Pudo así seguir
disfrutando de su rico patrimonio mobiliario conseguido con tanta dedicación y entusiasmo
durante sus viajes.
Pero, una tarde calurosa de
verano, estaba sentado debajo de una parra de su jardín a orillas del
Guadalaviar cuando escucho a sus perros hablar. ¿Sabes lo de nuestro amo? dijo un
perro mastín a su compañero. ¡Galgos y podencos! señaló su compañero: ¡vaya
desgracia! Parece ser que su enfermedad es incurable y en poco tiempo morirá.
Asustado el rico comerciante por
lo oído acudió, de inmediato, al palacio del obispo de la más pequeña diócesis española para pedirle
consejo y ayuda. Le relató, al prelado, todo lo acontecido desde que Dios le
concediera el deseo de entender el lenguaje de los animales. Reflexionó el
obispo sobre las palabras de su amigo y le dijo prudente: vuelve mañana pues,
mañana, tendré una respuesta para tus inquietudes.
Al día siguiente, tras la
celebración de la misa, pasó raudo el comerciante a escuchar las palabras del
obispo. Éste muy pausadamente le dijo: hijo mío, sabes lo que dice el catecismo
que es orar. Si Padre, le dijo el comerciante: “orar es hablar con Dios,
nuestro Padre celestial, para alabarlo, para darle gracias y pedirle toda clase
de bienes.”
Bien pues, en esta ocasión, me
temo que la única respuesta a tu pregunta esté en la ORACIÓN.
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El sol cae sobre Perales del Alfambra.
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Puesta sobre un aviña.
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