LA MORTA***
(El destino llevó a Simplón a servir de pastorcillo en una masada de
Aliaga en la que, la dueña, le hizo pasar frío, hambre y duras penalidades
entre peñascos fantasmagóricos.)
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La tierra, abierta como las
tripas de una oveja devorada por el lobo, dejaba entrever grandes peñascos con
forma de criminales esquirlas mastodónticas. Atormentadas formas en una
naturaleza caprichosa fruto posible, del desquiciamiento del Creador o de
alguna batalla entre diablos y gigantes. Entre los altos montes y las quebradas
rocas se abrían pequeños valles y zeladas
donde pastaban los atajos de ganado, que poseía la dueña de todo lo que se podía
vislumbrar: Juana Escorihuela. A la dueña, Juana, desde los memorables sucesos
acaecidos en la época de la segunda república se le recuerda con el apelativo
de La Morta (La Muerta). Esta mujer, envolvía un alma miserable en su corpachón gigante
y desproporcionado, vestía como un hombre, comía como un cerdo y tenía la
piedad de una hiena. Sobre el labio superior derecho sobresalía, prominente,
una enorme verruga con cuatro pelos gatunos. Ojos verdes de culebra de agua,
manos como zarpas de orangután y gran habilidad para acaparar lo ajeno e
incorporarlo a su ya extraordinario patrimonio. Manejaba el azadón y la dalla
con tal destreza que las labores domésticas se le antojaban cosa de mojigatería
y endeblez propias de las débiles mujeres de la villa. Bajaba de cuando en vez
de la masada a la villa arrastrando sobre su mula roma un bolso enorme, con un
cuaderno, un lápiz de carpintero y un cartapacio más menudo que en su interior
distribuía, en paquetitos, fajos de billetes de banco recién salidos de las
planchas de la Real Casa de la Moneda. Era pariente lejana de
los Feced, una familia que había hecho su fortuna en Filipinas, pero sobre todo,
era la usurera de la redolada. La mujer más rica de la comarca vivía en la
masada y no sabía lo que era el confort o la felicidad, ni le importaba. El
ajetreo constante por sacar adelante sus cuantioso patrimonio, inmueble y
monetario, la tenían entretenida y sin cuajo para remilgos.
El día en que Simplón llegó a la
masada con la encomienda de realizar las labores de pastoreo con un pequeño
atajo de ovejas, y conocido, el lóbrego
habitáculo donde dormiría y el dramático paisaje a pleno aire libre donde
pasaría sus días sintió, de repente, el vómito y el vértigo arrancar veloces de
su débil y pequeño cuerpo y agolparse en su boca y cabeza. Los ojos de La Morta
se clavaron sin pausa en el zagal y éste, atónito, sintió de improviso como,
una agüilla sucia y maloliente le bajaba por las piernas hasta inundar sus albarcas.
En su boca notó la espesura y el reseco amargor de la ginesta, y en el pecho,
el atronador golpeteo de un corazón que se agitaba sin descanso. Ella le señaló
el atajo de ganado y los campos por los que debería arrastrar su, desde ahora,
miserable vida. Salieron, el zagal y el atajo, juntos sin que entre ambos
conjuntos de olores, hubiera posibilidad de un mínimo espacio de ventilación ni
de reposo a una pituitaria sangrante por
el choque frontal de tan distorsionantes “aromas”.
Pero aquí no acabarían las
desdichas de Simplón. Todavía la vida iba a tentarle con más duras pruebas. Un
día, La Morta, le espetó con tono amargo y doliente a la vez, hijo: ha venido a
España el trueno y el dolor. Hasta estos tristes páramos ha llegado lo que
nadie quería: la REPÚBLICA se ha proclamado en España. Esto significa, le
apostilló, que yo me bajo a la casa de Aliaga a dormir, pues ofrece más
seguridad que estos montes tan solitarios. Tu permanecerás aquí cuidando el
ganado y vigilando que ningún truhán te lo robe. Por las mañanas subiré. De que
el patrimonio permanezca intacto depende tu vida.
Pasaron los días, y como las
desdichas no vienen solas, nuevos
quebraderos de cabeza atormentaron la insaciable voracidad de la usurera. Primero
fue una Ley Republicana que establecía un salario mínimo e igual para todos los
campesinos de España. No puede ser, dijo La Morta, no son lo mismo las dulces
tierras de la huerta de Valencia que estos áridos peñascos improductivos. Los
labradores de la villa que le araban sus extensas tierras pidieron el nuevo
salario, ella se lo negó. Fueron al juez y éste sentenció a favor de los
obreros.
La Morta sintió como su cuerpo se
abría en carne viva. Lágrimas de dolor humedecieron sus billetes y un nudo de
impotencia la ahogaba la garganta. Trató con mucho más desdén y
desconsideración a Simplón, que a cada momento y sin saber por qué, recibía un
golpe con una vara de frasno o un guantazo en el baticuello. Esos golpes dados
al niño sin ton ni son, le producían a La Morta un gran desahogo dentro de su
desasosiego. Ven aquí pardal, le decía a Simplón, que acudía una y otra vez a
recibir sin merecerlo las descargas de odio de la usurera.
Con todo, se llegó a un límite
tal, en el que la usurera no pudo soportar más la presencia del Juez de la villa.
Una noche de luna llena (luna republicana) lo esperó tras las tapias del viejo
cementerio. Cuando lo tuvo a la vista, pues el Juez pasaba al anochecer a rezarle
a la Virgen de la Zarza en su santuario, le disparó dos tiros de escopeta a
bocajarro que hicieron desplomarse la frágil figura del magistrado. Las
ventanas se entornaron y los vecinos vieron una sombra fantasmal correr entre
los porches y abandonar el lugar. Aquella noche La Morta se subió a dormir a la
masada.
Las primeras luces del alba pusieron un charco de sangre eléctrica en la
plaza de la iglesia de Aliaga, lugar donde permaneció toda la noche el cuerpo
asesinado. Las campanas repicaron en la Virgen de la Zarza y en la torre de la
iglesia de San Juan Bautista. Hubo un murmullo apagado de gargantas mineras, de
ojos despavoridos y un agitarse los cuerpos incrédulos en torno a la sangre
injustamente derramada. La Morta, la usurera, no volvió a bajar a la villa y
nadie trató de subir a sus dominios. Las cosas parecían calmarse y el crimen
podía permanecer impune. Simplón tuvo unos días de mayor tranquilidad pues las
preocupaciones de la usurera y sus lógicos temores hacían que se olvidara del
muchacho.
Pronto, sin embargo, vería
Simplón como su vida tomaba otro rumbo tras aquellos años de república,
sometido al frío, al silencio y al olvido de estos miserables montes malditos.
Comenzada la guerra llegó a Aliaga un capitán del ejército nacional que
preguntó por el crimen perpetrado sobre el Juez, tomó declaración y llegó hasta
el final de los interrogatorios. Por fin supo quién era el autor de la muerte
de su hermano. Puso a La Morta frente al pelotón de fusilamiento con un obrero
republicano a su derecha y otro a su izquierda. Tal fue el acto justiciero que
se ejecutó sobre tan sonoro crimen.
Las campanas sonaron de madrugada y, Simplón,
viendo como arrastraban a su ama a un camión del ejército, la siguió a pie
hasta la villa. Pudo ver, desde un lado de la plaza y con meridiana claridad,
como La Morta no dejaba caer una sola lágrima al punto de recibir la descarga
de fusilería.
Una vez el cuerpo de la usurera
estuvo inerte, Simplón, haciendo gala a su apodo y sin sentir el más mínimo
desafecto por quien tan mal le había tratado, tomó el camino de Utrillas
cruzando aquellas agrestes sierras a pie. Allí lo veremos trabajar de minero
(vuelta al carbón) en los pozos de este mineral.
*** Parte de los sucesos aquí relatados sucedieron, realmente, en la época de la segunda república española.
*** Parte de los sucesos aquí relatados sucedieron, realmente, en la época de la segunda república española.
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Calvario de Aliaga.
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