AGUA Y PIEDRA
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El viajero, si es verano, puede
saciar su sed a la sombra del cobertizo con las frescas aguas de la fuente de
La Iglesuela. Aguas que, advierte el azulejo, no llevan cloro. Atravesar el
puente, beber agua de la fuente, refrescarse en la soledad de lavadero que cae
al otro costado de la calle, es una delicia difícil de entender por el
urbanita. Luego, con pausa, se detiene la vista por un momento en la torre de
Los Nublos. El viajero piensa en esconjurar a su jefe o a los inspectores de
hacienda. De momento aplaza la cuestión pues en este lugar abunda la paz y la
tranquilidad. No hay peligros que acechen y la comida es buena y abundante en
casa Amada. Nosotros comimos en El Convento y la cosa estuvo muy bien. Pasear por
el lugar. Reconocer las historia de sus habitantes en las fachadas de sus
casas. Penetrar en los palacios y violar su intimidad. Lonjas, puertas,
pasadizos, mazmorras, soportales, escudos heráldicos… e inmediatamente la
piedra y el agua. La Iglesuela del Cid se agota en si misma, es un espejismo
del dieciocho, un exceso para estas tierras. Un nombre resuena sobre todos los
demás: MATUTANO. La lana que se esquila, que se carda, que se lava, que se varea,
que se empaca y… que se lleva a Vinaroz para embarcarla en un flete con destino
a otros reinos. La Iglesuela era el epicentro de la lana en el XVII y XVIII. Ahora es turismo y piedra. Piedra seca
que trajo moros y paquistanís con ocasión de la burbuja inmobiliaria. Cada vez
menos piedra y más turismo.
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Barranco de la Fuente de los Sabares.
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