Juan Fernández de Heredia trajo a Teruel la cabeza de Santa
Emerenciana. Alfambra le debe la de Santa Beatriz, Villel la de Santa Otilia y
Cella la de Santa Rosina.
EL TONTO DEL PUEBLO
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Su madre, espartera y
de Libros, lo parió en casa cara el padre y el cura le puso de nombre Otilio.
La imagen de Santa Otilia (ciega de nacimiento) la trajo a la villa Sanjuanista el Gran Comendador Juan Fernández de
Heredia y, desde entonces, amparaba a ambos sexos. Otilio no nació
ciego pero, sin embargo, sus ojos alumbraban algún misterio extraño, alguna
pesadumbre o sentimiento difícil de descifrar para los humanos. En el pueblo,
ya siendo niño, dieron en pensar que aquella forma de mirar desvaída y como
perdida en un abismo de sima negra era perturbación mental, locura o modorra, y pronto se ganó el
título de "tonto del pueblo". Tomó las aficiones del padre, de profesión pastor, y
una desmedida afición por la fabricación de badajos de esquila. Una tarea que
realizaba continuamente, apenas abandonada en la horas de sueño y que consistía
en confeccionar a mano la correa, el
bailador y el badajo. Las tres piezas debidamente ensambladas se insertaban en el
ansa de dentro. Al cabo de los años, esto no era una faena, era una rutina que
realizaba para cubrir las necesidades de todos los pastores de Libros y Villel.
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Olegario llevaba más de veinte
años haciendo el mismo recorrido. Salía de Teruel para hacer el reparto de la correspondencia
en los pueblos del Alto Turia. Pasaba por Villaspesa, Villastar, Villel, Libros
y Tramacastiel. A la vuelta se entraba por Riodeva para dejar, también, la
correspondencia. Conocía bien su oficio y las distancias entre los pueblos en
kilómetros, el tiempo que le ocupaba andando o en moto. Su padre ya hacía le
reparto como peatón y él empezó con una bicicleta que después la cambió por una
moto Guzzi. La moto era de su propiedad, pues el servicio de Correos no daba
para esos lujos. Le había puesto dos grandes bolsas de cuero en el asiento
trasero como si de unas alforjas se tratara y allí metía, no sólo las cartas
sino los mandaos de las gentes de los pueblos. Era la comunicación segura con
la capital y evitaba muchos pasos a las gentes que, de esta manera, no perdían
jornal. Traía medicinas para los enfermos, levadura para hacer el pan, pilas
para el transistor, agujas, hilos y un sinfín de menudencias que por su volumen
le era factible llevar sin mucho contratiempo en sus amplias alforjas.
Cuando, tras la última curva de
la N-420 avistaba la torre del homenaje del castillo de Villel, allí estaba de
nuevo, como todos los días. Recostado contra la pared de la primera casa,
navaja en mano y ensimismado en su faena, el “tonto del pueblo”. Hacía badajos
de madera para todas las piezas, desde el Tafilico de Hurón hasta el Pedreño Grande, pasando por el Boterau, el Piquete, la Ovejera, la Cabrera, el Cañón y la Tumbeta. La faena era rutinaria y ya serían
varios los millares que había hecho a lo largo de su vida. Tras la fabricación
de la pieza de madera le colocaba una tira de cuero ensartada en el bailador.
Ahí terminaba de momento la tarea, lo metía al bolsillo y volvía a cortar otro
trozo de madera de una larga vara que siempre llevaba consigo. La faena de
insertar el badajo en la campana era otra tarea que realizaba en casa y lejos
de la vista de la gente. No todos sabían hacerlo y cuando le preguntaban la
forma de componer definitivamente el tafil para que sonará, les decía con
sorna: ¿No sabes hacerlo?, pues yo soy el tonto del pueblo. Entonces, los
del pueblo, volvían grupas con una severa lección de humildad a sus espaldas.
Cuando el cartero terminaba de
hacer el reparto de la correspondencia en Villel, cosa que se ventilaba en una
hora, cogía la moto e iniciaba la marcha hasta Libros que queda por la N-420
(de Córdoba a Tarragona por Cuenca) a una distancia de 11,7 kilómetros
exactamente. Esta distancia solían recorrerla los del lugar en casi tres horas,
a pie. La vuelta, como era río arriba costaba un poco más.
Cuando el cartero llegaba a las
primeras casas de Libros, allí estaba de nuevo el “tonto del pueblo”, en la
misma posición y desarrollando la misma tarea pausada y concienzudamente.
Repartía el cartero en Libros, Tramacastiel y Riodeva y volvía por el mismo
camino a Teruel. Para cuando llegaba de nuevo a Villel, como un clavo, como una
estatua petrificada, lo encontraba invariablemente a la entrada del pueblo, en
la misma posición y confeccionando incansablemente sus eternos badajos para el
ganado.
A poco de comprarse el cartero la
Guzzi y de observar tan disparatada conducta en este vecino, preguntó a la
gente de Villel las circunstancias de su vida. Le señalaron que el padre era de
Villel, pero la madre de Libros y que de mote le llamaban el “Tio Dios” por ese don de la ubicuidad que tan claramente manifestaba. En el pueblo le conocían
bien y no había, riña, disputa, accidente, parto, funeral, boda, bautizo, incendio,
catástrofe… en la que no estuviera presente sin saber como y sin que nadie le
avisara. Ignorándose, casi siempre, si estaba en Libros o en Villel y la forma
en como acertaba a ser el primero en aparecer en el suceso. Loco o cuerdo,
nadie podría asegurar ni un acosa ni la otra, pues a veces daba muestras de una
especial agudeza para resolver los problemas, sobre todo con los animales y lo tocante a sus
enfermedades.
Todo el mundo, pues, se
acostumbro a verlo ir y venir. A verlo aparecer y desaparecer de la forma más
inopinada. La gente, también aprendió a no hacerse preguntas sobre lo que hacía
o dejaba de hacer, EL TIO DIOS.
Había, también, un maestro en Riodeva
al que le chocaba la forma de actuar de este individuo. Un año subió a las
fiestas de Villel y entre risas y bromas compuso una copla dedicada al “tonto
del pueblo” que ha quedado viva en la memoria de las gentes del Alto Turia y que
dice así:
En Tramacastiel no hay Dios,
en Villaspesa,
tampoco.
Entre Libros y Villel
tienen uno, pero
loco.
Años más tarde y llegado el fin de sus días, a Otilio se le hicieron dos fuerales, uno en Villel y otro en Libros. Sus cenizas se arrojaron al río Turia y hay años que, durante el otoño, se observa la transparencia de una figura encorbada con una boina negra calada filtrandose en la claridad de las aguas, o cruzando como un espíritu claro y puro las afiligranadas y ramificadas formaciones de este bosque de ribera. Dicen, que es el alma pura de Otilio, y que sigue acompañando a los viajeros para evitar los accidentes de esta intrincada, endiablada y peligrosísima carretera.
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