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martes, 4 de junio de 2013

Junio2013/Miscelánea. MARIANO LAGASCA Y SEGURA (1776- 1839). 175 ANIVERSARIO

Lagascalia es una revista internacional de Botánica de periodicidad anual, editada por el Departamento de Biología Vegetal y Ecología de la Universidad de Sevilla y publicada por el Secretariado de Publicaciones de dicha Universidad. Está dedicada a la publicación de trabajos inéditos originales sobre plantas vasculares, preferentemente de la Región Mediterránea.
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EN 2014 SE CUMPLE SU 175 CABO D´AÑO
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RELATOS HITÓRICOS
GAUDIANO LAGASCA Y TOMASA MARÍN
(Encinacorba 1820 - 1823)  
Por José María Cebrián Muñoz
Mariano, aquel zagalote nacido de Ramón y Manuela en el año del Señor de 1776, había sido reclamado y nombrado diputado electo a Cortes Generales por el viejo Reino de Aragón. En Madrid ya era una figura destacada en el mundo de la ciencia y los liberales querían tenerlo a su lado. En su villa natal, sin embargo, la noticia no sorprendió; el chico había destacado desde muy niño por su enorme agudeza e ingenio. Desde que el 5 de marzo de 1820 proclamaran la Constitución de Cádiz, “la Pepa”, en Zaragoza, muchos pensaron que, por fin, las cosas iban a cambiar para siempre en España. Y todo Aragón se unió al movimiento revolucionario que pondría fin a la monarquía absoluta al menos de momento. Los tres años siguientes fueron muy fructíferos para don Mariano, científico e intelectual, cuyo discurso de apertura del curso académico en el Real Jardín Botánico de Madrid sorprendió a todos por su clarividencia y ecuanimidad. Mariano fue miembro de la Comisión de Educación en la que se propuso la enseñanza universal y gratuita para todos los españoles. Memorable fue también la Comisión de Sanidad, en la que, por primera vez, se dotaba de un proyecto de salud a la Monarquía Española. Por esas fechas llegó a la villa un destacamento militar que clavó en el Planillo la “Losa Constitucional” emprendiendo rápidamente la marcha en dirección a Paniza. Apenas ventilado el polvo que levantaban los caballos, las gentes salieron a la plaza a curiosear sobre lo acaecido. En el mismo carasol del Esconjuradero se especulaba sobre los conceptos que esos días se manejaban: constitución, liberales, realistas, trono, altar... Pero poco sabían las gentes de cuestiones políticas y hubo que esperar hasta el domingo para hacerse una idea cabal de los sucesos hasta entonces observados. El infierno era seguro para quienes hicieran caso de esas doctrinas liberales y demoníacas que atacaban la esencia de nuestra religión católica única y verdadera, dijo el cura en el sermón de la misa dominical. En ese mismo momento, la villa quedó dividida en dos bandos, en dos opiniones, en dos maneras de ver el mundo. Habían nacido las dos españas y parecía ya, muy lejano, ese otro 19 de marzo de 1812 en que se proclamara en Cádiz nuestra primera Constitución. Se ponía en marcha una Constitución que había nacido bajo el signo de la justicia, la libertad y la igualdad ante la ley. Gaudiano solía bajar todas las tardes hasta el herrador del portal de la fuente. El ambiente allí era bullicioso entre el ir y venir de las caballerías a abrevar al pilón, el sonido de los martillos sobre el yunque de la fragua y los gritos del herrero tratando de calmar a las mulas que iba a herrar. Mientras, los mozos liaban de la petaca y hablaban de lo que esos días sucedía en la villa. Sucesos importantísimos decían unos. Por fin se pondrá fin al yugo de la Encomienda y cada uno será dueño de sus tierras sin tener que pagar tributo al clero. Los mozos, a pesar de lo trascendental de la conversación, giraban la mirada cada vez que una moza llegaba con el cántaro a llenar agua a la fuente. Si la casa tenía moza casadera se gastaba, por esas fechas, mucha agua. Tomasa tenía 18 años; vació el cántaro y el botijo en la tina del corral para hacer el último viaje a la fuente ese día. Gaudiano vio a la moza con el botijo y supo que esa era su oportunidad. Apuró el cigarro y se despidió de los amigos. Se acercó a la moza y le pidió permiso para llevarle el botijo. Tomasa con un gesto aceptó el ofrecimiento. Caminaron uno al lado del otro en silencio calle Mayor adelante. Tomaron la segunda calle a la izquierda para luego encarar la calle del Pilar. Al llegar a la puerta, él se despidió con un: “Hasta mañana, Tomasa”. Ella, sin apenas inmutarse, le contestó con otro lacónico: “Hasta mañana, Gaudiano”. No era bueno ni malo, no había esperanza ni desesperanza, simplemente era lo establecido. Era el protocolo no escrito, pero repetido generación tras generación. Luego, después de que el amor fuera creciendo en sus corazones, vendría el noviazgo, la aceptación o el rechazo de los padres, la entrada en casa, las capitulaciones matrimoniales y un largo etcétera que habría que recorrer durante tres o cuatro años; amén de la bendición del cura para que Gaudiano llevara a Tomasa ante el altar. Cuando el padre de Tomasa se enteró de las pretensiones de Gaudiano montó en cólera. De ninguna manera iba a aceptar que su hija se uniera al hermano de ese “liberalote”, “afrancesado” y enemigo de la patria y de la religión. No, de ninguna manera. El honor de su familia no podía ponerse en entredicho.A parir de ese día, Gaudiano no faltó ninguna tarde a la tertulia del herrador. Allí las conversaciones giraban casi siempre en la misma dirección y trataban de adivinar las intenciones tanto de los constitucionalistas como de los realistas. Unos repetían casi de memoria los encendidos discursos del cura en la iglesia, discursos en los que las palabras que más se escuchaban eran trono y altar. Otros se apoyaban en los artículos del Diario Constitucional de Zaragoza, cuyos números llegaban hasta la villa en el correo que circulaba por el camino Real. Gaudiano, apenas veía llegar a Tomasa con el cántaro y el botijo, abandonaba la tertulia. Esa tarde noche ella le dijo que Capapé, un cabecilla rebelde, estaba en Aguarón y que su padre había abandonado la casa para abrazar la causa realista. Nada había sabido en todo el día de él, pues las partidas realistas se dirigían hacia las abruptas sierras del Maestrazgo y Beceite, donde encontrarían seguro refugio. Gaudiano le dijo a Tomasa que la guerra era inminente y que él había pensado ingresar en la Milicia Nacional y ponerse al servicio de España y de la Constitución. Tomasa sintió que su corazón se partía en dos pedazos y no acertaba a adivinar la forma en que tal conflicto podría resolverse. Como solución y aconsejados por familiares que los querían bien y sabían de sus angustias, acordaron que al día siguiente Tomasa saliera de su casa “manifestada”. Así lo hicieron. Tomó parte de su ajuar, de sus objetos personales y se fue a recluir a la casa de un tío de Gaudiano. De esta forma, a la vuelta del padre, ella podría elegir libremente a la persona con la que quisiera casarse, según establecía el Fuero de Aragón..Arreciaban los rumores en los mentideros del Herrador y del Esconjuradero y se veía inminente la entrada en España desde Francia de un numerosísimo ejercito europeo conocido como el de los “Cien Mil Hijos de San Luis”, en apoyo de Fernando VII y de los partidarios del trono y altar.Gaudiano, al frente de la Milicia Nacional de Encinacorba, acudió a la llamada de Zaragoza para hacer frente a la invasión retrógrada y antiliberal. La lucha fue desigual y las tropas liberales, poco expertas y mal dirigidas, sucumbieron ante el potente ejercito europeo. Cayó herido Gaudiano en el combate y sufrió prisión, pero en cuanto le fue posible volvió a su casa. En Encinacorba le esperaba inquieta y angustiada Tomasa que había sufrido lo indecible por la suerte de su padre y de su novio. Pasaron los días y los meses sin que a la villa llegaran noticias del padre. La hija empezó a temerse lo peor y salía hasta el camino Real a preguntar a los viajeros. Cierto día, unos soldados que tornaban a Almonacid de la Sierra, le comunicaron que ellos mismos habían enterrado a su padre en lo más profundo del Parrisal de Beceite. Le aclararon que su padre había muerto víctima de una enfermedad y no de la guerra. Finalmente se celebró el matrimonio entre Gaudiano y Tomasa. Fruto de su amor nació una sola niña a la que pusieron por nombre Isabel. Sin embargo, su hermano Mariano, ya había iniciado el camino del exilio. Partió desde Gibraltar hacia el Reino Unido dejando en España a su mujer y a sus dos hijos.
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