LUNA DE MIEL EN LA
FONDA DEL TOZAL
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Toda su Luna de Miel alcanzó para
pasar una noche en la Fonda del Tozal. Después de la boda, la comida de día de
fiesta en casa de la novia y tras cuatro horas de marcha a lomos de un macho
romo, llegaron a las proximidades de la ciudad. Habían dejado a sus convidados
y luego, a todo el pueblo en su conjunto, bailando en el trinquete con dos
gaiteros: uno a la flauta y el otro con el tamboril.
Para entrar en la población decidieron dar un
rodeo con el fin de no pagar al Consumero que tenía su garito, apostado, junto
a la casa del Cagarruto. Bajaron por Ollerías del Calvario hasta la Merced y la
Nevera. La Fonda Utrillas les pareció de más lujo y por la puerta de Zaragoza
enfilaron hacia la Fonda. Ismael era un zagalote que trajinaba con un
carricoche de dos ruedas llevando y trayendo paja, acomodando a los transeúntes
o haciendo mil mandaos. Sujetó por el ramal al macho para que la pareja de
jóvenes bajara con comodidad de la montura. Se lo llevó a las cuadras le quitó
la cabezada y el baste y le echó “un pienso”. El macho se acomodó perfectamente
a las comodidades de la Fonda. Era para él, también, su primera Luna de Miel.
Caía la tarde y tras ajustar con
Ismael el precio de la habitación y de la cena, salieron a la calle del Tozal
para hacer alguna compra. Encontraron pronto de todo lo que buscaban, que no
eran otras cosas que objetos para el trabajo cotidiano: un garrote de pastor,
un zurrón, piales y abarcas. También compraron, pero de capricho, una pelota
forrada de cuero y muy dura al tacto. Ésta -pensó él- ira bien para el
trinquete del pueblo. Ella compró en Ferrán un pañuelo estampado en flores, muy
vistoso y moderno. Él, la miró con inquietud por si la mujer le había salido
caprichosa y gastadora. Resuelto el asunto de las compras, entraron al bar del
Cantarero, él pidió un vaso de vino con unas aceitunas y ella otro vaso, pero
de agua.
La cena la hicieron en la mesa
grande y aprovechando que el posadero les proveía de lo principal cual era
agua, sal, vino y lumbre. Estando a la mesa llegó la diligencia de Calatayud y
algunos otros viajeros mal farchaos y hechos a la vida de los caminos y de las
fondas. Nuestra pareja se recogió en una esquina de la mesa y dejó sitio para
los recién llegados, los cuales, una vez aposentados, con sus risas y su
bullanga llenaron aquella estancia de ruido y movimiento. Pasaron un buen rato
de sobremesa escuchando las andanzas y las chanzas que allí se contaban,
también, alegres y satisfechos porque aquel trajín les apartaba de su rutina
diaria, de la soledad del campo y del ganado. A la postre, se despidieron de la
mesa y se fueron a la cama.
Se trataba de la primera noche
que dormían juntos y, desde luego, desconocían todo lo relativo al cortejo
amoroso. Si es verdad que conocían lo sustancial y las conversaciones sobre el
sexo eran habituales entre los mozos y las mozas. También tenían conocimiento práctico
sobre el sexo entre los animales pues, no era nada extraño y sí, por el
contrario, cotidiano llevar o echar al macho a la puerca, a la burra (en las
remontas) o a la vaca. Se desnudaron y se arrebujaron debajo de las mantas. El
colchón era de lana pero, al tener descompuestos los lazos, la distribución de
la lana era tan irregular que más se asemejaba aquello a las vaguadas y lomas
de su pueblo, que a la función primordial para la que estaba hecho. Entre el aspror de las sábanas juntaron cuerpo
con cuerpo y en ese primigenio y limpio contacto, sus cuerpos se excitaron y se
activaron para el sexo. La cópula fue corta. Gratificante para él y un poco
dolorosa para ella, que no llegó al orgasmo. Era su primera vez y ella pensó
que esto debía ser aquello tan intimo de que hablaban a escuchetas las
mujeres en el pueblo y que parecía tan excitante.
De madrugada, se levantaron
temprano y se prepararon para volver al pueblo. Bajaron a las cuadras y, cual
no sería su sorpresa, cuando en vez del macho que habían dejado la noche
anterior encontraron, en su lugar, una burra. Miraron y, tampoco encontraron
los aparejos. El zurrón y en las alforjas encontraron que -en vez del
pañuelo, la bota y otros útiles propios- las habían llenado de piedras.
Llamaron a Ismael y este les dijo que, de buena mañana, ya se habían marchado,
con sigilo, los viajeros que la noche anterior estaban en la Fonda.
Tornaron al pueblo, pues, nuestros
amigos, desplumados y a lomos de una burra. Esperaron que se hiciera de noche
para que, con la oscuridad, no fueran advertidos y objeto de las burlas de sus
vecinos. No pasó mucho tiempo, sin embargo, para que sus convecinos se
percataran del cambio de herraduras en la caballería del nuevo matrimonio. Pero
todo tiene en esta vida remedio así que, para julio, llevaron a la burra a la
remonta y pronto tuvieron el asunto solucionado.
Ahora, cuando sus nietos se van
de Luna de Miel al Caribe, les cuentan estas historias verdaderas, fruto de
otros tiempos en los que la economía no era nada boyante. Y se resarcen
diciendo: “Que disfruten ellos, ya que nosotros no pudimos hacerlo.”
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