Elegía a Túrbula de Antonio Cano, con prólogo de Miguel Artigas Ferrando.
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Cano, Antonio
(En la GEA)
(Teruel, 1919 – Bilbao, 1944). Con
Tomás Seral y Casas e Ildefonso Manuel Gil, aparece como editor en los dos
primeros números de Noreste, Allí publica varios poemas y se anuncia la próxima
aparición de Tobbogan. Ensayos de humorismo, que no vio la luz. Escribió en
Isla, Pregón literario y La Voz de Aragón, y fue responsable del cineclub de su
ciudad natal. Antes de la Guerra Civil publicó: la novela vanguardista La
triste ciudad de Albarracín (T., 1933), con prólogo de I.M. Gil y subtitulada
Cuento de trece estrellas. El hombre que no tuvo ángel de la guarda (Ciudad
Real, 1936) y el folleto El sentido pacifista de la mujer. Conferencias I
(Ciudad Real, 1936). Pasó la contienda en zona franquista, y luego residió en
Bilbao, donde publicó: Lírica de la ausencia (Bilbao, 1940), Alba sin prisa
(Bilbao, 1940) y Elegía a Túrbula (Devocionario de Teruel) (Bilbao, 1941), con
prólogo de Miguel Artigas y patrocinado por el Ayuntamiento de su ciudad natal.
Según Antonio Bilbao Aristegui, publicó también: Piezas teatrales: Siempre que
yo y tú pleiteamos, Mi teatro (Colección de cinco obras). Un drama radiofónico:
Diálogo de sombras. Escritos humorísticos: El fantasma de Andaquilla, y La
leyenda de Peirón. Reportajes: La casa de los ruidos. Conferencias: Pinturas de
la catedral turolense, Rutas turísticas de Teruel, o Fundamentos históricos de
las leyendas turolenses.
Tiene «Voz» en el Diccionario de las
vanguardias españolas de Juan Manuel Bonet (Madrid, 1995), y sobre él es, por
el momento, imprescindible el artículo de Enrique Serrano Asenjo, «Antonio
Cano, un vanguardista en el Teruel de los años treinta», en Turia, nº 19,
III-1992
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EN LA REVISTA TURIA
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José Enrique SERRANO ASENJO, Antonio
Cano, un vanguardista en el Teruel de los años treinta, pp. 209-224; Turia número
19.
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José Luis MELERO, El Albarracín de
Antonio Cano, pp. 399-402; Antonio CANO, La triste ciudad de Albarracín, pp.
403-418. Revista Turia, número 66-67.
EL ALBARRACÍN DE ANTONIO CANO
Durante mucho
tiempo, desde luego a lo largo de toda la década de los 70, Antonio Cano (Teruel, 1910 - Bilbao, 1944) fue para el
joven que yo era entonces, lector y
bibliófilo entusiasta y perseguidor de libros y autores raros (que en aquellos
años, época de aprendizaje, claro, lo eran para mí casi todos), el autor de
Elegía a Túrbula. Devocionario de Teruel (1941), su único libro accesible,
extraordinariamente accesible, diría yo, pues con él se tropezaba uno en todos
los rastros, mercadillos y almonedas que se visitaran y del que todavía hoy se
siguen encontrando ejemplares sin dificultad. Poco sabía por entonces de él y
desde luego no conocía su vinculación a las vanguardias ni su obra poética, si
exceptuamos el puñado de poemas que incorporaba a aquel libro lleno de amor por
el Teruel destrozado por la guerra y que tanto debía a Ramón Gómez de la Serna.
Cuando en 1981 apareció el primer facsímil de la revista “Noreste”, aquella
edición incompleta –pues se reprodujeron sólo doce de los catorce números aparecidos
y el número once, para mayor desgracia, se hallaba falto de un pliego- que
publicaron con más entusiasmo que acierto el Ayuntamiento de Zaragoza y la
editorial Torre Nueva con los ejemplares que conservaba José Manuel Blecua,
vimos con sorpresa cómo aquel Antonio Cano de Túrbula había sido miembro fundador y editor de los
dos primeros números de la revista junto con Tomás Seral y Casas e Ildefonso
Manuel Gil, que prologó esta nueva edición, y pudimos ya leer algunos de sus
versos publicados en aquellas dos primeras entregas. Recuerdo que fue en
Daroca, en el verano de 1982, cuando le pregunté a Ildefonso por Antonio Cano.
Muchas veces habíamos hablado de otros amigos suyos, de Jarnés y Gullón
especialmente, pero nunca de Cano. Me contó entonces todo lo que recordaba de
él -entre otras cosas que había sido el
músico Angel Mingote quien se lo había
presentado a él y a Jarnés en Teruel poco antes de la proclamación de la República
y que dejó de verlo para siempre a principios de 1936- y algún tiempo más tarde
me cedió la maravillosa carta ilustrada –recordemos que Cano fue un estupendo
dibujante y que él mismo ilustraba sus colaboraciones en “La Voz de Aragón”-
que aquél le envió en enero de 1935 acusándole recibo de La voz cálida, que
había aparecido el mes anterior,
haciéndole una fantástica
caricatura y confesándole, con su habitual tono humorístico, que se había hecho
“fotógrafo de ángeles” y que iba a especializarse en retratos celestes para
carnets, pues “creo que ahora en el
cielo van a darles tarjetas de identidad a todos a fin de evitar
intromisiones”, prometiéndole avisarle “si el negocio fuera bien”. Aquella
carta la reprodujimos en facsímil en la revista “Rolde” en 1994 y ahora ha sido
de nuevo editada en el librito homenaje al poeta de Paniza, Ildefonso Manuel
Gil: por no decir adiós, publicado tras la muerte de éste. Fue también en
Daroca cuando oí hablar por vez primera de La triste ciudad de Albarracín,
editado en Teruel en 1933, y conocí los pormenores de cómo Cano le pidió a
Ildefonso que le prologara el libro y de cómo éste, que era apenas un muchacho
de veintiún años y no se veía en absoluto investido de autoridad para presentar
a nadie, tras mucho porfiar, tuvo que ceder a la perseverante petición de su
amigo. Ildefonso me recordó entonces que
de La triste ciudad de Albarracín había salido una reseña en “Noreste” (en el
quinto cartel, correspondiente al invierno de 1934) que a mí me había pasado
inadvertida, en la que se llamaba a la ciudad de los Azagra, por su explosiva
belleza, la “Brujas aragonesa”. Luego
fue ya José Enrique Serrano quien acabó descubriéndonos a Antonio Cano en un
interesante artículo que publicó esta misma revista en 1992. Allí Serrano nos
hablaba de libros de Cano que años más tarde vi citados en la lista de obras
del autor publicada en La triste ciudad de Albarracín: La casa de los ruidos, El fantasma de la Andaquilla y La leyenda del
Peirón, entre otros, y centraba su trabajo en el estudio de dos de sus libros:
la novela de humor negro El hombre que no tuvo Angel de la Guarda y nuestro
viejo conocido Elegía a Túrbula. Y finalmente Juan Manuel Bonet le aseguró el
pase a la posteridad al incorporarlo en 1995 a su extraordinario catálogo de
vanguardistas, el por todos reconocido Diccionario de las vanguardias en España
(1907-1936).
Tardé muchos
años en dar con nuevos libros de Antonio Cano. Encontré Alba sin prisa, su
segundo libro de poemas, editado en los talleres de J. Alvarez de Bilbao
–ciudad en la que Cano pasó a residir tras la guerra civil- en diciembre de
1940, nada menos que en la librería Couceiro de La Coruña, con una dedicatoria
autógrafa del autor fechada en Bilbao en 1941. Me atrajeron tanto sus versos
neopopularistas, especialmente su “Canción del agua en las manos” que dedicó a
Adriano del Valle (“Dormidica el agua / como en un remanso / tus manos de
pluma/ la están acunando”) y sus romances de corte clásico (“Voy de caza,
madre, / madre, voy de caza; /
despertadme pronto, / a noche mediada, /
que el río está lejos / y no tanto el alba”) como los aspectos formales
y estéticos del libro, con una cubierta “verde botella y oro”, delicada y
exquisita, que traía ecos de toreros del Sur y aromas de Fernando Villalón.
Finalmente, en
uno de esos viajes disparatados que los bibliófilos hacemos con el pretexto de
conocer mundo, pero que en realidad están pensados sólo para visitar nuevas
librerías y adquirir nuevos libros, di con La triste ciudad de Albarracín, que
recoge el texto de la conferencia pronunciada por Cano el 17 de junio de 1933
en la casa de Aragón de Madrid. El librito es un recorrido sentimental por las
calles y plazas de la ciudad de los Mayos y está lleno de imágenes y requiebros
enternecedores de hondo valor literario (“las casas, en un saludo constante,
arriman sus frentes remendadas”, escribe por ejemplo Cano para explicar la
proximidad de las viviendas). No olvida el sentido del humor, tan propio del
escritor turolense, y es inigualable el episodio del borrico asomando su
“pacienzuda cabeza” por una ventana a unos treinta metros de altura y saludando
a nuestro autor con un rebuzno. Frente a quienes pudieran considerar aquel
rebuzno como una profanación del silencio albarracinense, para Cano “estas
pobres bestias no saben más que rebuznar
y en su rebuzno alguna vez ha de ir lo más profundo de su afecto”.
Pondera la diversidad y originalidad en los adornos, balcones, cartelas y
puertas y explica que la tristeza de Albarracín le viene de la añoranza de sus
glorias pasadas y por ello la ve Cano “arruinada y noble, heroica y anciana”. Un librito delicado e irrepetible que todos
podrán ya conocer gracias a la feliz iniciativa de “Turia” de ponerlo de nuevo
al alcance de ese puñado de lectores que sabe disfrutar de la buena literatura.
He de terminar
confesando, amargamente claro, que no he visto nunca Lírica de la ausencia, su
primer libro de versos, publicado también en Bilbao en 1940, ni la novela El
hombre que no tuvo Angel de la Guarda, subtitulada “Cuento de trece estrellas”
(Ciudad Real, 1936), ni El sentido pacifista de la mujer, conferencia editada
en Ciudad Real, también en 1936. Es decir que me falta por leer tanto como lo
que ya he leído de Cano y que desde luego no sé muy bien qué hago -bibliófilo y
lector de chicha y nabo- escribiendo para ustedes esta breve introducción. Mala
suerte la de Cano con sus prologuistas: primero un jovencito inexperto y ahora,
setenta años más tarde, un diletante maduro. Como para no volver a reeditarlo. José Luis Melero Riva
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