TENSIÓN MORTAL EN EL CAMPAMENTO ALMOGAVAR
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El aire frío de febrero, como la hoja
afilada de un cuchillo, cortaba la respiración de los almogávares que hacían guardia
en lo alto de los torreones de la muralla que cerraba, como un anillo, la villa de Teruel. En el patio de armas una
hoguera aventaba humo blanco sobre los pendones colgados en las trancas que
atravesaban los techos desnudos. Ni un alma por el camino de Zaragoza. Tampoco,
por el camino de Valencia, se oteaba ni el más mínimo bulto o sombra
pretendidamente humana. Y el tiempo, inexorable, contaba, movía su péndulo y
arrastraba con él las horas como hojas secas en el otoño. Cayó la noche sobre
las murallas y los soldados echaron a la lumbre el cuerpo en canal de un cuto.
Abrieron la jeta de la cuba y calmaron por un momento el frío con el vino
caliente. La rutina era desesperante y la tensa espera se hacía insoportable.
Pronto darían las doce de la noche en el campanario de Santa María de la Mediavilla
y todo habría concluido. El plazo se habría agotado y Diego, aun regresando
vivo y rico, estaría perdido irremisiblemente. Pasaron las horas y por un
momento el péndulo del tiempo quedó quieto. En el campanario cristiano sonaron
doce golpes como doce puñaladas en el corazón. Lo que nadie deseaba había
sucedido. Diego llegaría con el plazo agotado.
Al poco de pasar las doce se
sintieron cascos de caballos en lontananza. Parece que vienen por los llanos de
San Cristóbal, dijeron los vigías del torreón de la Unión. Son una almofalla y
vienen en tropel... ¡a todo galope! Parece Diego gritaron desde la torre del agua y
desde la Lombardera. Encendieron las antorchas, giraron los goznes de la puerta
de Zaragoza y la cabalgada entró en una nube de polvo por la calle que va al
tozal de la villa. Pararon en la plaza del Mercado y los soldados sujetaron las riendas a los caballos, pero de
ellos no bajó nadie. Parecen espectros, dijo alguien. No son humanos, son seres
de ultratumba, advirtió otro. El tiempo los ha aniquilado dijo una vieja hechicera
que acudió al oír el estruendo. En pocos instantes, aquel aguerrido grupo de
feroces guerreros, se había convertido en un montón de ceniza esparcido sobre la
plaza Mayor de la villa. El tiempo ha vencido al hombre, dijo la hechicera, más
no al amor. Pues ella, en ese instante, salía de su casa, asolada, a besar sus
cenizas.
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