EL OTOÑO DE LA AMANTE
*
Isabela, apostada en el portal de Daroca veía ya desde niña, como si fueran sendas de hormigas blancas a la Dula primero y luego a los ganados particulares, cuando al atardecer, bajaban desde la Muela y atravesaban la vega hasta llegar a las murallas de la villa para pasara la noche en su interior. El espectáculo comenzaba en el otoño y sólo durante el verano dormían, las ovejas, en las parideras del monte. Nunca pudo imaginar Isabela que aquella atalaya que vigilaba los caminos de Daroca, Albarracín y Cuenca, iba a ser el lugar de su desdicha durante cinco años.
La nubes del Guadalaviar trajeron agua blanca que fertilizó la vega y la cubrió de dones. Todavía subía el sol en el horizonte afanando a las gentes en sus labores del campo, cuando Juan le prometió amor eterno. Desde entonces el amor, le pareció a ella, la más extensa playa de arena dorada. Le amó, aquel verano, en todos aquellos recodos en los que su pensamiento pudo hallar un minuto de reposo. Sintió el deseo como una fuerza incontenible e insaciable a la vez. Pero, llegó el otoño del año 1212 y las muelas de los molinos se obstruyeron, las cercas del ganado se rompieron, los carneros salieron de estampida hacia ninguna parte y el airé revocó en la puerta de su casa metiéndose dentro del amplio patio empedrado. Aquella ventolera le produjo temor y desconcierto. Juan se va a la guerra le dijeron y ella... ya lo sabía. La asustaron con palabras y gestos, la consolaron con suspiros y caricias. La felicidad nunca es eterna y el destino existe como Teruel existe. Partió él para la guerra y ella quedó perdida en su arena dorada. Buscó día a día señales en el cielo y en la tierra. Esperó nuevas que nunca llegaban, preguntó a los adivinos, habló con las alcahuetas… encontró siempre el desconsuelo y la soledad envolviéndola. Bajó a sus "Parrales del Cubo" en aquel otoño húmedo, del Alfambra, en las altas sierras turolense. El Guadalaviar bajaba blanco, con agua pura y cristalina. El Alfambra, rojo, con aguas sucias y turbulentas. Entre ambos ríos, los chopos se denudaban soltando plácidamente hojas rojas de fuego que formaron, al posarse en la chopera, un manto de dolor. El Guadalaviar, pensó, es como el amor y como la luz. Acudes a él y te recibe gozoso. Es claro y limpio. Su tacto es dulce, no te cansas de beber de sus aguas, aunque nunca te sacien. Tornó, sin embargo, los ojos hacia el Alfambra y sintió terror. Tus aguas son el fuego, pensó, me desesperan y me atribulan. Su cauce es como la herida roja que sangra en el costado, que te socava y te devora. Miró el devenir de los dos ríos. Sus ojos se clavaron en su confluencia esperando respuestas a la sempiterna pregunta. Apenas hacía unas semanas que Juan se había marchado y ya le era insoportable la espera. Comprendió que del Guadalaviar sólo podía esperar el consuelo de la vieja, la excusa pasajera, las palabras piadosas. Supo, sin embargo, que en la torrencialidad y fuego del Alfambra estaba escrito su destino: La guerra, el amor y la muerte. Comprendió por qué aquel otoño los árboles desprendían hojas rojas, hojas de fuego, hojas de pasión: Sus raíces bebían agua del río rojo.
Volvió Isabela a su atalaya del portal de Daroca. Desde lo alto, sus ojos se destrozaron contra el horizonte: siguieron todas las sendas, escrutaron cada galope de caballo y cada polvareda levantada por los ganados y las caravanas. Caída ya la tarde, una criada fue a sacarla del ensimismamiento en que "moría" cada día. Vio en su ojos lágrimas rojas como el sol del ocaso, lágrimas de agua del Alfambra, pero lágrimas de desesperanza, no de desesperación. Todavía, no.
*
*
*