Placa colocada en la casa natal de Luis Pérez del Corral en la calle Ambel de Encinacorba.
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Estandarte donado por Conrado García Pastor a la parroquia de Encinacorba
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CONRADO GARCÍA PASTOR
(Recordando a Conrado García Pastor
en palabras de Juan Gasca Saló, tomado del libro: HISTORIA DE LA VILLA DE
ENCINACORBA)
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“Conrado García Pastor nació en
Encinacorba en el año 1827. Fueron sus padres, Francisco, natural de Aytona
(Lérida) y Casilda, de Andorra (Teruel). Salió de Encinacorba, siendo joven,
hacia Estella donde contrajo matrimonio. Afincado en Pamplona puso un
establecimiento de música y pianos y fue fundador del Orfeón de Pamplona,
apoyando en estudios musicales y en sus viajes con su dinero al tenor navarro
(del Roncal) Julián Gayarre Navarro, que fue su protector de su carrera
musical.
El eminente músico navarro y
sacerdote Hilarión Eslava fue gran amigo de Conrado. Le regaló la composición
musical de los Gozos a la Virgen del Mar, para tres voces mixtas y órgano, para
la parroquia de Encinacorba.
En 1856 (Conrado) regala a la misma
el estandarte procesional de la Virgen del Mar dedicándolo desde su residencia
de Pamplona a la villa donde nació y jamás olvidada por él.
Murió el 2 de enero de 1890 y fue
tenido como jefe y propagandista del Orfeón de Pamplona. Fue de gran
temperamento artístico y un verdadero técnico en materia instrumental,
diseñando un nuevo órgano el año 1875 en las fiestas de san Fermín.”
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VIAJE INICIÁTICO DE ENCINACORBA A
PANIZA
Por Chusé María Cebrián
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Como a su abuelo, también a él le
seducía la soledad y el recogimiento. Gustaba, por ello, de los lugares
apartados y de los espacios abiertos de una tierra, abandonada inopinadamente
por sus gentes, para irse a vivir hacinados a la gran urbe. Simplón, el tercero
de la saga, solía dejar la Inmortal cuando se producían grandes aglomeraciones
de personal y ahora, para el Pilar, además de contar la población con más de la
mitad de los habitantes del viejo reyno de Aragón acudían, como en rebaños,
infinidad de gentes con la cabeza atada con un pañuelico a cuadros. Bajó en la
estación de la villa y buscó inmediatamente como un sabueso, en el aire, el
olor del otoño y la humedad ácida del membrillo. Tomó el camino que conduce a
la población pensando visitar primero el caserío, así como el famoso castillo
en ruinas y el hermosísimo templo gótico-mudéjar que acogía, entre otra joyas
que allí encontraría, la talla inigualable de la Virgen del Mar que, según la
leyenda, recogieron del mar los Sanjuanistas un día en que una tormenta
enfebrecida, ahogó las naves y salvó a los comendadores.
En sus primeros pasos por los campos
que rodeaban a la población comprendió que la elección de aquella visita había
sido un acierto. Los muchos campos abandonados del cultivo, así como los
brazales, las vaguadas y hasta el arroyo-río habían desarrollado una vegetación
salvaje e impenetrable que ofrecía, sin embargo, la belleza de lo inmutable y
la pureza de una naturaleza feliz.
Solía viajar, Simplón (de la saga de
los simplones), ligero de equipaje. Apenas un atillo con lo más imprescindible,
que era: una esterilla y una botella de agua. Dormía en los soportales de las
ermitas, aun en pleno invierno, y se alimentaba de los frutos naturales, en
esta época muy abundantes: arándanos, cerecicas de pastor, avellanas,
almendras, nueces, uvas, hongos y una suerte inagotable de raíces que el
conocía bien. En los ratos en los que dejaba descansar a unos ojos agotados por
la magnificencia de los colores, ocres y amarillos del paisaje de aquel luminoso
otoño, los tornaba hacia aquel libro de viajes que tanto gustaba leer y releer.
Era un librito de Pío Baroja en edición de bolsillo que llevaba metido en el
bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros.
El valle estaba salpicado de pequeños huertos con su pozo de agua cada
uno, ya que desde tiempos inmemoriales los cariñeneros (los carallanas) habían
prohibido hacer azudes para desviar el agua de aquel arroyo-río, que sólo
bajaba por su cauce, en determinados periodos del año. Tras la sentencia sobre el
uso del agua pronunciada en la ermita de San Cristóbal, ahora justamente
abandonada en ruinas por los zarceros en venganza por tal resolución allí
leída, la afición a los pozos creció y se expandió como una plaga. Hoy día, la
despoblación de un lugar en el que apenas vive un centenar de habitantes
(asisten cuatro niños a la escuela), de los 1.200 habitantes que llegaron a
poblarla en sus mejores tiempos, hace que muchos de estos pozos estén cegados y
abandonados.
Tras pasar las escuelas y dejar a la
izquierda el edificio de la vieja cooperativa vitivinícola (símbolo de la
decadencia del lugar), giró a la derecha por la avenida de la Banda de Música
para contemplar el ábside de la iglesia y comenzar el recorrido urbano por las
ruinas del castillo Sanjuanista, antepecho de la iglesia.
No dejaba de asombrarle, al muchacho,
los recios torreones de aquel castillo que en su apogeo debió gozar del
beneplácito de los Sanjuanistas. Adosada a dicha fortaleza tenía, y aún tiene,
a la iglesia de Nuestra Señora del Mar que es de estilo gótico con una sola
nave. La torre en su base muestra las
trazas y restos de haber sido torreón del castillo, al igual que lo parece la
estructura de la capilla de la Virgen del Rosario. Gustó de merodear por el
interior del templo por contemplar, si acaso había, alguna joya del arte
religioso. Y, desde luego, que quedó satisfecho. Admiró el San Francisco de
Tristán, la talla gótica en alabastro de la Virgen del Mar y el retablo
renacentista de la Virgen del Rosario a tribuido a Gabriel Yoli. Luego
percibió, colgadas de una pared, un pequeño retablo con pinturas góticas
procedentes de la ermita del Esconjuradero, una tabla con lacas chinas y un
órgano traído en carro desde Daroca por obra y gracia de un cura zarcero que
ejercía su ministerio en la Ciudad de los Corporales. En las sacristías, que
ocupan toda la cabecera del templo, encontró otras cosas, también, dignas de
mención. Le llamó poderosamente la atención un cuadro de un pintor de Ejea de
los Caballeros que respondía al nombre de Vicente y se apellidaba Berdusán, la
pieza es barroca, del siglo XVII, pero que se encuentra mal conservada. Al
lado, un Cristo románico del siglo XII, bien restaurado y de incalculable
valor. Otras tallas menores son de Santa Quiteria y San Roque.
En estas se entretenía el muchacho
cuando oyó el tercer y último toque de campanas, anunciando la misa. Así que,
aprovechó para escucharla y a su vez contemplar la capilla de la Virgen del
Mar, en cuyo altar y sobre las antedichas lacas chinas se iba a celebrar la Santa
Misa.
El cura, mosén Ernesto Valenzuela,
era hombre de desgastada humanidad, andares torpes y verbo obtuso. Hecho al
hábito de la rutina y a un público poco exigente, despachaba la misa como cosa
rutinaria y sin importancia. La homilía la reducía a dar algunos avisos
pertinentes a su ministerio y poco más. Tenía un latiguillo o frase hecha que
repetía constantemente y que metía viniera o no a cuento, se trataba del
consabido: “Ya digo”, que algunos monaguillos para distracción del tedio,
osaban, algunos días, contar el número de veces que era repetida en el sermón.
Salió, Simplón, al aire puro de la
mañana tras oír misa y comulgar con recogimiento cristiano en la capilla de la
Virgen del Mar. Tomó el camino, con ánimo decidido, dejando a la espalda la Sierra
de Algairén. Algairén, según dicen en el lugar, es topónimo árabe que puede
traducirse por la Sierra de las Lagunas. Así parece y así debe ser puesto que
todas las aguas que arrojan sus laderas por medio de riachuelos y barrancos,
van a dar a un amplio valle endorreico donde hoy día existe un cuidado
santuario bajo la advocación de la Virgen de Lagunas. La sierra, abundante en
carrascas y pinos, fue en tiempos paraje por el que cazó Jerónimo Zurita cuando
llegó hasta el pueblecito de Alpartir para escribir la historia de Fernando I
el Católico, luego de dejar ventilado sus famosos Anales.
Frente al portal de la iglesia y,
mirando al sur, vio un cerro con una ermita en su cima. La ermita que fue
quemada por los franceses, tiene un campanil junto al lugar donde antes había
una pequeña torre desde la que el ermitaño avisaba de los peligros, o si acaso
las guerras o los bandoleros hacían prsencia en el valle del río Frasno
atravesando el puerto del Alto de San Martín. También, se avisaba de la llegada
de gentes inéditas y desaconstumebradas. La ermita llamada de Santa Cruz tiene
todavía una campana que el visitante toca, nada más subir, en memoria de los
tiempos pasados. A sus faldas se combinan las encinas y los pinos y luego, más
abajo, cuando la montaña toma la forma de la solanas pardas, aparecen viñas,
almendros, yermos y cereal.
Bajó con parsimonia las anchas
escaleras de una plaza que si primero tuvo el sonoro nombre de La Constitución
(en le trienio liberal 1820-23), ahora, lo tiene del fundador de la Banda de
Música del lugar Don Luis Pérez del Corral. La Banda es la institución más
querida y respetada entre sus habitantes y goza, además, de la fama de ser la
más antigua de Aragón.
Giró, Simplón, a la izquierda por la
calle de Lagasca hasta la plaza Alta o del maestro Isern sin más cuidado de ir por el medio para evitar
las aguas de unas canaleras, que caen siempre sobre la vía. Mas adelante y
acabando la calle hubo en tiempo arco de entrada que tiró un camión al
descargar guano y no bajar a tiempo la caja. El alcalde de entonces pensó que,
mejor cumpliría, tirarla del todo y excusarse de estorbos. Así fue y, desde el
arco en adelante, es carretera de Cariñena; que antes fue Camino Real y, mucho
antes, Calzada o Vía Romana que enlazaba
la Inmortal con Laminium. De tal calzada se han encontrado restos de un
miliario que conserva el viejo cartero (Lázaro), como oro en paño.
Recordó, Simplón, que en los
corrillos del lugar, al carasol de la Espeñas, le habían contado que por aquí
pasaba antes todo el tráfago de carretas y gentes que llegaba o salían de
Zaragoza. El mismo Cervantes, que hasta Pedrola y Alcalá de Ebro había acudido
en una ocasión a buscar cartas del duque
de Villahermosa para ir a la guerra, hizo pasar al celebre Don Quijote y dormir
en el Ventorrillo. De todo ello habían escritas algunas historias que dicen
perdidas pero, al parecer, ciertas. Tampoco es menos cierto que Juan Antonio
Pellicer jugara por estas peñas de zagal poco antes de irse a Alcalá de Henares
a buscar y encontrar (esto si que es cierto) la partida de nacimiento de don
Miguel.
Ya estaba a punto de abandonar la
villa de Lagasca cuando topó con un peirón, acabadas la eras. Es de San Antonio
Abad e indica que en el lugar había en tiempos hospital para acoger a viajeros
y peregrinos del Santo Grial o de San Vicente Mártir. Pues, hasta 1918 todos
pasaban por aquí y giraban por la ermita del humilladero para dejar, a la
espalda, a la población. No en vano la villa perdido a favor de Paniza, la vía
pedestre, para conseguir y ser compensada con un moderno ferrocarril. Esto
sucedió en el año del señor de 1932, fecha memorable en la cual se terminó la
construcción del llamado Caminreal que enlaza esta población turolense con
Zaragoza y que acortaba el trayecto de Valencia a París. Desde entonces por
este moderno medio de transporte se sacó la uva de regalo (Cribatinaja), el
moscatel y la pajarilla que tanta fama cobró y de la que todavía hay memoria.
Siguió carretera adelante sin otra
preocupación que contar cepas, observar los pájaros o entretenerse en seguir la
línea de los emparrados. De como éstas vides formaban figuras geométricas
perfectas alargándose a veces hasta alcanzar la línea del horizonte. Alzó la
vista a su derecha y vio, sobre el monte de la Prisca, la blancura de un edificio
que fue famoso restaurante de carretera antes de hacerse la autovía Mudéjar. Y
más en lo alto, haciendo honor al nombre, el santuario de la Virgen del Águila
ya en el término municipal de Paniza. Cruzó pronto el Puente de la Pala sobre
el ferrocarril y por la cruz de la
cabaña se deslizó a la derecha. Bajó hasta la Tejera que era y es un pago, a
ambas orillas del Frasno, rico y abundante en frutas. De ahí en adelante el
camino sinuoso se entretiene entre viñedos cada vez más abundantes hasta formar
un monocultivo total y singular. Paniza trabaja bien el vino y sus vecinos no
dejan ni el más mínimo espacio para la ociosidad de la tierra blanca. Nada más
atravesar la autovía por debajo de un puente llegamos a la carretera nacional,
ahora solitaria, y a la cooperativa de vino de Paniza. Al otro lado está el
pueblo, que es señorial, de muy buenas construcciones en ladrillo. Delante del
arco de entrada hay un bar en el que es preciso parar a reponer fuerza y que te
ofrece sabrosos aperitivos, lujosamente cocinados.
Inició luego, Simplón, el recorrido
por este lugar. Y, de todo lo que vio y observó daremos cuenta en el próximo
capítulo que continúa con las nuevas andanzas del nieto de Simplón.
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