El Deán Buj el día de su ordenación sacerdotal. Fotografía tomada de "Efemérides turolenses"
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DEÁN DE LA CATEDRAL DE TERUEL
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A veces es preciso poner rostro a
un personaje. En ocasiones es necesaria la imagen para comprender la
personalidad de una destacada figura de nuestra historia local. Es el caso del
Deán Buj quien, apenas, nos dejó el eco de sus palabras por mano de otros
escritores. Teruel le dedicó, no sin cierta osadía una calle o mejor dicho: una
escalera o costanilla. Se trata de la que va del Óvalo a la Glorieta o, quizá, de la
Glorieta al Óvalo. Si en esto no se coincide, sin embargo, si se hace
abrumadoramente al considerar su extraordinaria inteligencia y, como se suele
decir comúnmente: “su don de gentes”. Creemos que con este texto de Floriano,
tomado del blog Turoliense, el lector podrá hacerse una mejor idea del personaje. Y tomado del ABC, destacamos el acto de nombramiento del Ministro Ibáñez Martín
como “hijo predilecto de la ciudad” en el año 1950. Ceremonioso homenaje de la
mano del que fuera su profesor, Antonio Buj. Un momento dulce entre los poderes civiles y eclesiásticos en España.
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El Deán Antonio Buj
Memorias Turolenses,
1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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Salí del hotel afrontando el frío de la
mañana y subiendo por la calle del Salvador desemboqué en la plaza del Torico,
que andando el tiempo se habría de llamar de Carlos Castel. Observé a mi paso
que a las puertas de muchas había sillas arrimadas junto al quicio, lo que me
produjo gran extrañeza; y como yo me siento inquieto enormemente ante lo
enigmático, abordé a un barrendero que con suaves caricias de escobón trataba
de adecentar la calle.
- ¡Otra! -exclamó el abordado con acento
típicamente aragonés- ¿Es que no sabe usted que hay gripe?
- ¿Y eso qué tiene que ver? -repliqué
asombrado.
- Pues sí tiene que ver -y me explicó-,
Como hay mucha gripe no se avisa al médico y éste sale de su casa y entra en
todas las que tienen una silla a la puerta, que es señal de que allí hay un
enfermo, pero si vé que la silla está tumbada, ya no entra.
- Claro - creí comprender-, Eso será señal
de que el enfermo ha mejorado.
- Cá. No señor. Ésa, es la señal de que el
enfermo las ha llao.
Seguí adelante algo atemorizado, tapándome
la boca con mi pañuelo, cada vez que pasaba por una casa con silla a la puerta.
La plaza del Torico es un triángulo
isósceles, orientada al poniente, se cierra por dos buenos edificios, el del
Banco de Aragón y el de los Almacenes Ferrán. Los lados forman porches
adintelados, que rematan en el vértice del Tozal. En medio de la plaza hay una
gran fuente circular de cuyo centro emerge una columna con pretensiones
dóricas, sustentando sobre el capitel al torico, pequeña figura de bronce de
aspecto insolente y retador. Es la representación del tótem o genio epónimo de los
turboletas, enemigos de los sabuntinos y que fueron los antecesores de los
turolenses actuales, según dicen.
Del lado derecho del triángulo, arranca la
cuesta de San Pedro, promediada la cual y frente a la iglesia de esta
dedicación, en la que se sitúa la dramática escena de la muerte de los Amantes,
está la Escuela Normal, alojada en un caserón que debió pertenecer a algún
ricachón de los comienzos del siglo.
A mi llegada, un bedel un tanto brusco me
condujo a la Secretaría, donde estaba sentado ante la estufa, y leyendo un
periódico, un sacerdote, que respondió cortésmente a mi saludo. No había nadie
más en esta oficina, salvo este eclesiástico madrugador, profesor de Religión
de la Escuela, y que esperaba la llamada del timbre para bajar a dar la clase.
Era el Deán de la catedral, el M.I. Sr. don Antonio Buj Guillén.
Alto, robusto sin llegar a corpulento y
bien plantado. La tez morena con un rostro de facciones firmemente acusadas y
el pelo discretamente entrecano. Frisaba los cincuenta años y todo su porte
revelaba desenvoltura, sin mengua de dignidad; étnicamente podría
clasificársele como típicamente aragonés, algo rural, como lo son, quiéranlo o
no, todos los hombres de su raza.
Don Antonio era hombre culto. Aparte su formación sacerdotal, sus
conocimientos teológicos y su saber escriturario, sabía el Deán gozar de la
buena música, entendía de literatura y de arte y hasta se desenvolvía con
cierto garbo en el campo de las ciencias, especialmente en el de las ciencias
naturales. Huía del engolamiento y de la pedantería y no tenía inconveniente en
inventar un chiste, aunque fuera un poco verde, pero huyendo siempre de la
chabacanería.
Observador perspicaz y sutil, poco
cuidadoso o más bien despreocupado de las hipócritas conveniencias, podía
parecer para algunos como clérigo mundano, cuando en realidad no era otra cosa
que un hombre sincero, que, a fuerza de serlo, traspasaba a veces los límites
de la prudencia.
Su carrera fue meteórica. Ya en el
seminario destacó, aunque más por su inteligencia que por su aplicación, y en
una marcha sensiblemente acelerada recorrió todo el cursus de las dignidades
eclesiásticas, hasta alcanzar en brillantes oposiciones el deanato de la
catedral.
Nada extrañará si decimos que todo esto
suscitó envidias más o menos larvadas y que éstas se manifestaron ya desde
comienzos de su actuación como presidente del Cabildo.
Al presentarse para presidir la primera
sesión, los capitulares lo recibieron de uñas, con un silencio ofensivo, y
cuando se rezaron las preces, se recitó la invocación Veni Sancti Spiritus y el
Deán declaró abierta la sesión, el silencio se prolongó subrayado por una
inmovilidad despectiva de los rostros. Aguardó don Antonio unos segundos y
volvió a repetir la invitación con los mismos resultados y cuando reiteró la
fórmula por tercera vez sin hallar mejor respuesta, se metió la mano en el
bolsillo de la sotana, extrajo una baraja del mismo y colocando sobre la mesa
cuatro cartas invitó:
- Hagan juego, señores-. Y se dispuso a tallar
al monte.
Se produjo un inmenso alboroto. Unos lo
tomaron a profanación, otros a burla irreverente, pero los más encajaron la
broma y se dispusieron a continuar la sesión que en adelante se desarrolló
normalmente.
Pero la broma no era del todo inocente,
pues aludía a una afición que era favorita de Teruel y que afectaba a todas
clases sociales: la afición al juego, y de la que no estaban libres los
capitulares, incluso el mismo Deán por supuesto.
En Teruel había seis casinos o círculos.
Era a causa del frío, pues cuando el termómetro marcaba los 18 o 20 bajo cero,
el ocio no podía transcurrir en la calle y la gente se acogía a la calefacción
de los casinos; y en cuanto por allá caía un gobernador asequible a las
complacencias rentables, en todos ellos se jugaba y aun en otros tantos garitos
más o menos clandestinos y hasta en casas particulares. Se decía que incluso se
jugaba en el palacio episcopal y que la animadversión del Obispo contra el
Deán, de la que luego hablaremos, se había originado en los codillos que don
Antonio, tresillista formidable, había administrado a Su Ilustrísima.
Esta pasión turolense por el juego le
venía ya de muy antiguo, pues durante mis investigaciones en el Archivo de
Protocolos encontré varios contratos de pintores para pintar mazos de cartas o
barajas, la pintura de la casa, una de las cuales costaba XVIII doblenas de pan
cocho, o sea tres sueldos jaqueses, equivalentes al jornal de un bracero.
En relación con esa afición de los
turolenses a "tirar de la oreja a Jorge" hallé asimismo otro curioso
documento en el cual esta afición se menciona como los cuatro pecados más
graves que se cometían en la ciudad. Es también del siglo XV y es tan curioso,
que no resisto a la tentación de insertarlo en este lugar.
Trátase de una denuncia de un celoso fraile
predicador a los alcaldes, y dice como sigue:
Ihs.
Magnifícos señores: En esta cibdat se cometen quatro pecados muy
gravíssimos, por los quales sabemos en la Sagrada Escritura que Dios suelo
ferir al pueblo todo, e avn a los que son sinculpa, con el azote de la
pestilencia. Amonestovos que los querais castigar, y fareis bueno romería.
El primero
Quitar el tablero de los dados y naipes,
tapiando las casas publicamente donde se juegan, y luego a publico pregon sin
tardanza.
El segundo
En esta cibdad hay dos mujeres, madre e
fija, e con ambas han dormido casados y clérigos, haciendolas desterrar, Esto
es verdad e non puedo más decir.
El tercero
En esta cibdad hay dos personas vezinos
della, los quales publicamente dan a logro. Bien sabeis quien son, si poneis
diligencias en lo saber.
El cuarto
En esta cibdad hay vn clérigo en compañía
de dos legos que duermen con dos moras e con vna judia. Con diligencia todo se
puede saber. Yo non puedo más desir.
Fray Joan Ortega, Maestro y Lector.
Aparte del juego se ve que entre los
turolenses cuatrocentristas, y para ciertos menesteres, no había el prejuicio
de la discriminación.
Don Antonio no tenía enemistades entre la
población, pues aparte las mezquinas envidiucas capitulares, que acallaba
siempre su poderosa personalidad, todo el mundo le quería, celebraba sus
ocurrencias y se gozaba en su democratismo de buena ley. Pero no podemos decir
que contara con el cariño del Obispo. Este señor se llamaba don Antón de la
Fuente y fue muy amigo del Padre Manjón, según he podido saber después. Hombre
insignificante y mezquino de espíritu, no gozaba de la menor estimación entre
sus diocesanos. La disciplina se basa en el prestigio de la autoridad, y mosén
Antón, como le llamaban sus súbditos espirituales, los aragoneses, no gozaba
entre éstos del menor reconocimiento a una superioridad, y especialmente entre
el clero el menosprecio reflejaba la peor de las disciplinas. Mosén Antón, para
sobrevalorizarse, solía hacer a veces algún alarde de autoridad; pero como lo
hacía imprudentemente, de una manera torpe y a destiempo, el efecto no podía
ser más desolador.
Fuera por recelos de la destacada
personalidad del Deán, o ya por lo de los codillos, era el caso que el Obispo
acechaba la ocasión en que pudiera acometer a Don Antonio. Éste, como orador
sagrado, era de verdadera categoría pero no desdeñaba ofrecer el regalo de su
palabra cuando para ello se le requería, y aun espontáneamente, cuando se
presentaba la ocasión oportuna.
Se hizo célebre en toda España su
intervención en el banquete que se dio al matador de toros, Nicanor Villalta,
con motivo de habérsele concedido "la oreja de oro". Como Villalta es
aragonés, y además, según creo, de la provincia de Teruel, don Antonio se sumó
al homenaje y como notara cierta extrañeza entre ls asistentes por la presencia
de un sacerdote en aquella fiesta, en unas breves palabras que pronunció para
unirse al homenaje dijo que no tenía nada de extraño el que un eclesiástico
acudiera a festejar al que había obtenido la oreja de oro, pues al fin y al
cabo fue San Pedro, el Príncipe de los apóstoles y piedra fundacional de la
Iglesia, el primero que cortó una oreja. Creyó el Obispo que al fin se le
presentaba la ocasión de humillar al Deán.
Triduo en la catedral en honor de Santa
Emerenciana, que, sin que yo sepa por qué, es la patrona de Teruel. Presencia
de las autoridades y gran concurrencia de fieles. En el presbiterio al lado del
Evangelio, el sitial del Obispo bajo dosel.
Primer sermón del triduo a cargo del M.I.
señor don Antonio Buj, Deán de la Santa Iglesia Catedral. Tema del sermón, la
parábola del sembrador.
Don Antonio está como siempre, brillante,
sencillo y narrativo. Como el buen sembrador va esparciendo la buena semilla
sobre el surco de las almas. Cómo el enemigo vierte valiéndose de las sombras
de la noche, símbolo de la ignorancia, la mala simiente de la cizaña. La cizaña
y el trigo crecen juntos, sin que el labrador prudente se atreva a arrancar la
mala hierba que no se distingue bien de la buena, hasta tanto que no se
diferencien.
El Obispo, que a lo largo del sermón venía
experimentando estremecimientos convulsivos, al llegar a este punto, se puso en
pie en su sitial; engarfió con la mano izquierda el peluche de su reclinatorio
y lanzando la diestra amenazante hacia el púlpito chilló:
- ¡No, señor Deán! Ésa no es la doctrina.
La convivencia del bien con el mal es siempre escandalosa: no podemos asistir
como perros mudos al escándalo.
El Deán se echó hacia atrás en el púlpito;
y mirando al obispo entre irónico y compasivo, se limitó a murmurar:
- Tu
es magister...
Y pausadamente, sin decir nada más, descendió
las escaleras del púlpito.