APÁÑATELAS COMO PUEDAS...
*
San Juan. Las cebadas ya estaban para
darles. El tió Blas había ido a segar unas que
tenía en los Bolages. Visto lo visto, los demás hombres del
lugar, a reo afilaron las corbellas y
se enguantaron en la mano la zoqueta. El día era largo y la
merienda corta. Luego, a media mañana, llegaban los zagales con la burra y la
comida en los clujones del serón. Agua, sobre todo agua
para matar aquella sed nacida imperial y sorda sobre los áridos secanos.
Después de comer, los zagales ayudaban a engavillar y atar la mies que se había
segado durante toda la mañana. Finalmente, se hacían las cargas: cuatro fajos
de base, tres encina y rematando la pirámide dos, más uno en el vértice. El
último fajo era muy importante colocarlo bien pues, evitaba, en caso
de lluvia, que el agua penetrara en la carga y se pudriera. Tras la siega había
que sacar las cargas de trigo hasta un punto en el que pudiera entrar el carro.
Se colocaba el macho al lado de la mies y se le ataban al baste cinco fajos a
cada lado. Se pasaban los hombres todo el día sacando cargas de unos bancales
tan empinados que a veces era difícil mantenerte en pie. La necesidad hacía que
se labraran parcelas en las costeras más empinadas del término.
Todavía puede verse la marca indeleble que señala que esa parcela, en un
tiempo, fue cultivada. El acarreo con el carro cundía más y sobre un costado de
la era se veían subir las cimas de mies hacia arriba.
Ahora, sí que se veía bien cuáles eran las familias más ricas del pueblo. Para
el día 24 de julio, algunas eras comenzaban a trillar. Para el día 18 ya habían
llegado rumores de guerra. De momento, las gentes abstraídas en sus labores, no
prestaban mayor atención a los sucesos. Llegaron días de calor y el
viento, en absoluta calma, no dejaba ablentar la mies
recién trillada. A un costado de la era se amontonaban las parvas molidas los
días anteriores. De forma paralela al calor asfixiante de aquel verano del 36 se sucedían acontecimientos, también,
verdaderamente sorprendentes. Había familias que hacían sus hatos y se
marchaban del pueblo. El cura y la casera, marcharon, ascape, de buena mañana
hacia Teruel capital. Aquel mismo día, a Jeremías, el hijo del tió Blas,
se le hacía insoportable la tarea de tocar* en la era con el trillo toda la santa mañana. Se quejó
a su padre y este, hombre adusto y de expresiones tajantes le dijo: Apáñatelas como
puedas. No dijo más y por ello, Jeremías, entendió que podría
hacer lo que le viniera en gana para evitar el calor sofocante del sol al
mediodía. Como habían llegado al pueblo los rojos y
estaban desmantelando la iglesia y quemando los santos en la plaza pensó: ésta
es la mía, ahora verá mi padre si sé apañármelas, o no. Se acercó al mandamás de
los forasteros y le dijo sin más: que me llevó este confesionario. Para qué lo
quieres, le inquirió éste. Para qué va a ser, dijo Jeremías: pa joder a
mi padre. Ahora se va a
enterar como no paso calor en la era. Pito y bien mandado, montó Jeremías el
armatoste en el carro y lo llevó hasta la era. Allí, en plena tarea de la
trilla paró al par de machos, acopló el confesionario en el trillo, lo sujetó
bien con clavos a la madera del suelo y le arrancó de cuajo la puerta delantera,
por la que se confesaban lo hombres. Observó su obra y pensó para sus adentros,
que iba a ser la envidia de todas la eras colindantes. Seguro que piensan:
“¡Mira el Jeremías, que agudo es, está tocando a la
sombra!”
Al instante y ya dispuesto a
continuar con la trilla, arreó a las dos hermosas mulas negras como el tizón
que llevaba enganchadas al trillo, con un ¡¡¡arre!!! seco y rotundo.
Espantadas por el armatoste, salieron las mulas y Jeremías disparados de la era
en dirección al río Alfambra. Atravesaron como una exhalación las eras
colindantes ante el espanto de sus vecinos. Cruzaron caminos y trillaron los
campos que estaban en barbecho aquel año. Volcó el trillo y la “caja” fue
haciendo en la tierra una zanja que levantó un seco y blanquinosos polvo
calizo propio de los yesares de esta zona. Las mulas, en su
embravecida y alocada carrera, se alejaban en dirección a Villalba Baja
ante el asombro del resto de las gentes que, desde sus eras, no daban crédito a
lo que estaban viendo. Por fin llegaron al río, y al cruzarlo, el confesionario
y el trillo embarrancaron en un pozancón de los que se forman en el
cauce del minúsculo río con las riadas estivales. Jeremías, que
todavía permanecía dentro del armatoste daba gritos de auxilio desesperado
mientras que, el agua, amenazaba con ahogarlo. Resultó que el trillo al volcar
había cogió preso a Jeremías por las dos piernas y el agua lo estaba ahogando.
Llegaron rápidamente Rafael, el tió Donato y Josecico el
Malo que lograron, no sin esfuerzo, sacarlo del apuro. Cuando llegó su
padre, lo primero fue arrearle una buena paliza que casi deja, al pobre
Jeremías, peor que el trillo. Luego, calmados los ánimos y serenada la mente,
el padre llamó al médico de Villalba Baja para tratar de salvar el
resto de aquellos míseros despojos.
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*Tocar,
dar vueltas con el trillo para moler la parva.
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