NO PARECE ENERO
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Las viñas han terminado por
soltar sus hojas amarillas y los yermos son, de madrugada, sábanas plateadas tendidas
sobre el campo. Las labores cotidianas,
poda y arada, van transformando el campo en un paisaje recién salido de
un gabinete de estética. Luce la viña, en pulcritud, sus elaboradas labores
invernales. Profundiza el pinar su basto amargor de pino repoblado en cuyo
suelo mantilloso, hasta hace nada, se han cogido setas y robellones. Atraviesa
el paisaje, desde Carralamata hasta la Tejera, el silbido suave y lento de un
tren que tiene como principal misión poner movimiento en un paisaje incierto, aterido
en invierno y vergélico en verano.
No sabe dónde se encuentran sus campos.
Ochenta tacos, como ochenta toneladas de cemento fijan sus pies al suelo y
hacen su caminar lento e inseguro. Toma la dirección del Casino, sólo hay una,
calle Mayor adelante. Cuenta con certidumbre las casas ocupadas y aquellas
cuyos dueños habitaron paisajes de vides centenarias. Aquí vive fulano y aquí
mengano... en esta otra, que se cae a pedazos y esta otra que ya amenaza ruina,
vivieron hace tiempo los más fríos inviernos, gente que ahora habita el páramo
del sueño y del olvido. El dulce calorcillo de la tarde de invierno anima su
esperanza y atina a sentenciar: Estos calores, no son propios de enero.
El sol del mediodía de este
encendido invierno cae oblicuo y cansino sobre la mesa. Alrededor, las sillas
desparramadas asisten cotidianas al rito del café. El casinero sonríe y asiente
con su ojo hematomizado en flor roja. Sobre la mesa planta, un café y una copa.
Ni las gracias por el servicio. Es lo normal y lo normal no las merece. Arrima
la silla a la mesa acoplando sus cuartos al asiento duro pero cómodo y se
dispone a abrir el sobre con el azúcar. En una esquina, la televisión nutre al
escaso auditorio con programas de entretenimiento. Los rezagados todavía no han
comido y los de la “hora vieja” ya cafetean a las 13:30 horas. Es la “hora de
Franco”, la que se ha seguido con estoica certidumbre desde que en 1942 se
modificara el meridiano por simpatía con el régimen nazi. Vuelve ahora el
casinero con una leche sola. El contertulio tiene varios achaques y enredosos
padecimientos. Toda una vida trabajando y… ¿para qué? No hay partida porque la
mayoría no tiene la cabecica ya para llevar las cuentas de las cartas. Dos,
leen el periódico ajenos al mundo que les rodea y, un tercero, espera turno. Los
cuerpos ya leñosos y doblegados por el trabajo permanecen inmóviles. Sin
descubrirse, aunque eso, sí lo aprendieron de niños en la escuela. Armados con
su gayata en la mano a modo de puntero,
optan por dirigir el micromundo en el que viven con apenas un gesto y evitando
al máximo el mayor gasto energético posible. Corrupción, comenta alguien con
solapada sonrisa al repetir las palabras sentidas
en el televisor. Asentimiento general… ¡Ya les daría yo a esos sinvergüenzas!
El tiempo va pasando con una cadencia misteriosa que hace que las escasas voces
se vayan apagando. Crece el sonido de la tele en un espacio en el que ya sólo
quedan ellos, enseñoreándose del lugar. Forma el edificio una sonora caja de
resonancia, durante largos periodos, apagada, aunque de vez en cuando un
estridente chirrido de puertas avisa de la llegada de un nuevo socio. Sólo los
fines de semana el revuelo de los “forasteros” tomando el vermú altera la
gloriosa paz de la estancia. El sábado y el domingo es el caos. El grupo se
disuelve y se dispersa si acaso las mesas son copadas por los que desde la
capital optaron por hacer una vista al pueblo. Los largos días entre semana
atizan la mansedumbre. La economía en el lenguaje es pavorosa, viven en un
mundo en el que todo se sobreentiende. Ahora una cosa les atormenta. Se trata
de un “tiempo” digo, un clima, que está cambiando y trasgrediendo todas las
normas naturales: “No parece enero”.
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Quedamos cuatro gatos.
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