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Érase una vez...
Los montes de la serranía
turolense habían nacido aquella primavera, aterciopelados. Eran un manto verde
sobre el que crecían numerosas aromáticas y se extendía hasta más allá de donde
alcanzaba la vista. Flores y más flores de vivísimos colores atraían y se
estrellaban contra los ojos compuestos y el olfato megaoloroso, de las abejas.
El enjambre, colgado en la rama de un árbol, estaba en plena ebullición y los
vuelos rasantes atravesaban Sollavientos una y mil veces en busca de néctar
dulce y del agua pura del Alfambra. Fizeta era una abeja exploradora que, lo
mismo llegaba a Santa Isabel, que trasponía los montes hasta Santa Quiteria.
Luego, a la vuelta y tras atravesar la carretera, llegaba frente al panal y
realizaba, a la vista de las demás obreras, numerosos vuelos acrobáticos con
los que señalar los más ricos rincones plagados de prados en flor.
La abeja reina le asignó de
escolta a Zumbador, un zángano joven y apuesto. Si todo iba bien y la
producción era aquel año abundante,
podría dividirse la población de obreras y ella sería la nueva reina
resultante. Partieron pues, aquella dulce y cálida mañana de mayo en dirección
a Santa Quiteria. Zumbador, siempre atento a las indicaciones de Fizeta, entró
dentro del templo por el orificio de la cerradura. Tras él, penetró su
compañera, y los dos se acercaron curiosos hasta el altar. Una luz resplandecía
entre las oscuras paredes del pequeño templo.
La causa del asombroso espectáculo luminoso era una vela compuesta por
la cera que envolvía una mecha de fibra animal. Fizeta analizó bien el fenómeno
y pensó que aquello era digno de ser conocido por todo el enjambre y, desde
luego, por la Reina Madre.
La Reina Madre asintió. Ella
conocía bien el fenómeno y sabía que en numerosos templos de todo el orbe, los
dioses, eran ofrendados con el consumo de las velas confeccionadas con el trabajo de las humildes abejas. Los
hombres nos utilizan y obtiene pingues beneficios de nuestro trabajo,
esclavizándonos y sin que nosotras obtengamos nada a cambio. Esta situación de
total injusticia debe cambiar. La Reina Madre encargó pues, a Fizeta y
Zumbador, la misión más arriesgada jamás ejecutada por ningún insecto en el
planeta Tierra.
Aquella noche, aprovechando la
luna llena, volaron hacia el cielo, hacia lo más alto, en busca de la verdadera
Morada Divina. A la hora del Ángelus del siguiente día, con el sol en su cenit,
Fizeta primero y Zumbador de escolta, ya
habrían sobrepasado la altura del sol en varios millones de kilómetros
terrestres. El peligro de ser abrasados había pasado, ahora se dirigían,
felices, en busca del Creador de todas las cosas. Llegados a la cancela de la
Morada Celestial, Zumbador inició sus sonoros vuelos e inmediatamente apareció
San Pedro que portando una descomunal llave, abrió la puerta y les hizo
adentrarse en aquel fantástico y florido jardín.
Se presentaron ante el Señor de
las barbas blancas: Yo soy Fizeta, del panal de Sollavientos (provincia de
Teruel) y este es Zumbador, zángano guardián del mismo panal. Venimos en misión
especial enviados por nuestra Reina Madre. Hemos comprobado que con nuestro
trabajo, que con la elaboración de esta cera que tan fatigosamente obtenemos,
se rinde el más grande de los tributos al Padre Celestial que sois Vos. A
cambio de nuestro trabajo pedimos dos cosas. Primera, vivir en un palacio de oro y, segunda, que para poder defendernos de los humanos, al clavarles nuestro
aguijón mueran inmediatamente.
Llamó entonces el Creador a Salomón,
famoso en el firmamento celeste por sus juicios y por sus salmos. Seguidamente
le ordenó que dictara una sentencia de acuerdo a las circunstancias que
claramente se advertían en las peticiones de los mensajeros. Así lo hizo el rey Salomón
y, metiendo su contenido en un sobre cerrado y lacrado con cera de las abejas,
mandó a los dos emisarios de retorno al planeta Tierra. Id y entregar este
mensaje a la Reina Madre del parte del Creador de todas las cosas.
De vuelta al panal de
Sollavientos, los emisarios fueron recibidos con grandes vuelos de aclamación y
fueron, sin lugar a dudas, considerados y tratados como verdaderos héroes.
Nadie, jamás, había hecho un viaje de tan extraordinarias proporciones.
Abrió la Reina Madre el sobre y
leyó, primero en silencio e interiorizando el contenido de aquella letra,
espesa y gótica, salida de la mano del rey Salomón. Luego ya, ante la mirada
atónita de obreras y zánganos leyó:
Estas peticiones que hasta mi
habéis hecho llegar salen de un punto de
orgullo y arrogancia ajeno a vuestra naturaleza. Habéis olvidado que la
admiración que por vosotras sienten todos los seres nace de la solidaridad y de
la humildad de vuestro trabajo. Que sois ejemplo de un trabajo cooperativo y
anónimo. Así pues, mi sentencia inapelable es la siguiente.
A la primera petición: De ahora
en adelante viviréis en arnales hechos con barro, cañas y excrementos de animales.
A la segunda petición: Sabéis que
el hombre es la obra más felizmente ejecutada por mi mano, que está hecho a mi imagen y
semejanza. Por ello cuando vuestro aguijón se clave en un ser humano, seréis
vosotras los que moriréis.
Cúmplase la sentencia.
Un silencio espeso y frió
recorrió toda la estructura del panal. La Reina Madre aseguró que había
comprendido el mensaje divino y que no quedaba más que aceptarlo con humildad.
Desde entonces, las abejar son más queridas por el hombre y continúan en la
tarea, siempre inacabada, de acompañar a éste en sus oraciones, en todas y
cada una de las partes del planeta.
Y colorín colorado….
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