JEREMÍAS Y RAMONA
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Él se llamaba Jeremías Ibáñez y, ella,
Ramona Gambeta. Él era nacido en Camañas y ella lo hizo en Alfambra. Él era
soltero y ella también. Se casaron y fueron felices. Pero, en este relato, se
trata de averiguar el por qué del mote que le pusieron a Jeremías, precisamente
el día de su boda. Un apodo marca y, todavía más, en el pueblo. Si vas
preguntando por él anunciando su nombre de pila, seguramente, nadie sabrá, ni podrá
darte “razón” de él en todo el pueblo. Sin embargo, si lo buscas por su apodo,
rápidamente serás atendido. ¡Sí, sí, allí vive, en la tercera puerta de esta
misma calle!
Aún recuerda Jeremías el día que
salió de Camañas de buena mañana y en dirección a Alfambra para casarse con la
Ramona. Iban en el coche montado en el asiento del conductor, al lado su madre
que haría de madrina y, detrás, su padre con otra hermana pequeña que tenía.
Habían sido cinco años de noviazgo y de bajar todos los domingos a Alfambra
para festejar. Ahora que ya se conocían bien, habían decidido casarse. Él era
buen mozo y trabajador: se dedicaba al cereal, tenían un atajo de ganado lanar
con alrededor de 1.000 ovejas que se las llevaba un pastor pero, como aún a
pesar de ello le sobraba tiempo, había construido una nave para el engorde de
gorrinos. Serio y trabajador dedicaba poco tiempo a los amigos y a las
tertulias del bar de Camañas. Sus amigos del pueblo le conocían bien y sabían
sus defectos y sus virtudes. Lo valoraban bien y sabían que el matrimonio que
hacía con la de Alfambra solamente serviría para aumentar su patrimonio y para
tener más trabajo.
Hubo ceremonia nupcial en la iglesia
parroquial de Alfambra que, ese día como suele ser habitual, estaba “de bor en
bor”. Tras la ceremonia vino el banquete en un restaurante de la localidad.
Durante la comida, los “amigos”
tomaron protagonismo. Les presentaron los regalos a los novios. A él, como
suele ser habitual, le quitaron la corbata, se la cortaron en pedazos y la
repartieron haciendo que cada trozo cotizase por un buen billete de mil pesetas. Continuó la comida, los postres y los licores…
Los amigos, cada vez más “alegres” debido a que el alcohol ya había hecho su
efecto empezaron con la serenata. ¡Qué
hable el novio! ¡Qué hable el novio! Y, junto
a los gritos, se alzó un ruido de chiflos y cornetas mientras golpeaban con las
manos y los puños las mesas. ¡Qué hable el novio! ¡Qué hable el novio! ¡Qué
hable el novio! Sus amigos, sus parientes y conocidos, conocían de sobra lo
parco en palabras que había sido siempre Jeremías. Esa falta de
expresividad se le achacaba a la prudencia de un hombre trabajador y dedicado de continuo a lo suyo. Pero, "los amigos", quisieron llevar la broma hasta el límite y
continuaron con la agitación, haciendo que los novios entraran en una situación
de perturbación, incomodidad y cansancio. Aquello se hacía insufrible.
Sin embargo, y a pesar de que algunos
invitados ya pedían que cesara la zalagarda, los mozos, como poseídos por un
espíritu atávico, continuaban con la matraca. Ramona miró al novio con cara de
mala pólvora. ¡O hablas o me voy a casa! ¡No aguanto más!
Por fin Jeremías se levantó de la
mesa presidencial en la que comían los novios. Se metió la masera, se subió los
pantalones, se abrochó el cinturón… en tanto, en el salón comedor se hizo un silencio
sepulcral. Los amigos cesaron en el ruido y se aprestaron a oír las palabras
que por fin iba a pronunciar el de Camañas.
Jeremías, aturdido y nervioso no sabía
que decir. En esos instantes, no era capaz de hilar más de dos palabras
seguidas. Así que, sin saber ni cómo ni por qué soltó de sopetón unas palabras
que nunca debió pronunciar y que fueron ocasión del mote con el que se le
conoce hasta ahora.
En todo el salón retumbaron sus
palabras haciendo un eco que se propaló hasta lo alto del castillo: “LA RAMONA ESTÁ PREÑADA - ADA - ADA - ADA - ADA.”
A lo que, La Ramona, rauda y veloz
como el disparo de una escopeta le espetó: ¡¡¡
CALLA HABLADOR ¡!!
De ahí que, desde ese día en adelante, a Jeremías se le conocería en toda la redolada como EL TIÓ HABLADOR.
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