¡LA EJECUCIÓN, NO!
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Lo cuenta quien lo vio. Se llamaba
Pablo y había nacido en Gea (nunca fue
de Albarracín). No había escuchado nunca música, si exceptuamos los cantos
religiosos del cura y las mujeres del coro en la iglesia de San Bernardo. Pero,
sentado en el doble pupitre de la escuela del lugar se encontraba un compañero
al que le apasionaba la música. Se llamaba Andes y tenía los ojos vivos como la
luz del alba. El maestro, don Félix, mutilado de guerra y con una pata de palo,
tenía predilección per el zagal. A menudo hablaba con su padre y le insistía en
que, sacara fuera del pueblo al muchacho para estudiar, para que se formara y pudiera
aprovecharse esa potente inteligencia que mostraba.
Tras hablar con el cura del pueblo y
buscar una beca, pues los padres eran muy pobres, marchó Andrés del pueblo. A
Pablo le pusieron otro compañero de pupitre y por mucho tiempo no se supo de lo
que le acontecía a su amigo Andrés.
Con los años empezaron a llegar
noticias de Andrés al lugar. Venían reflejadas en la prensa y las leía el cura
en misa y, luego, se comentaban en las tertulias de los carasoles del convento.
La información reflejaba la trayectoria artística de Andrés, los lugares en los
que daba conciertos, la fama que le acompañaba y los aplausos que recibía en
todos los lugares por los que pasaba este excepcional y fabuloso pianista, hijo
de Gea.
Cierto día, el padre del ya famoso
pianista, recibió carta de su hijo anunciándole que, puesto que iba a dar un concierto
muy cerca del pueblo, se acercaría a visitarlos durante un par de días. El
padre echó a pensar y, luego de pergeñar una idea sobre el asunto, se fue a
hablar con el mosén y con el alcalde.
Veréis, les dijo, he recibido carta
de mi hijo y en ella me dice que va a venir al pueblo a visitarme. He pensado,
a ver qué os parece, que podemos aprovechar la visita para que de un concierto
de piano en la iglesia parroquial, lugar amplio, con buena sonoridad, y con
capacidad para todo el pueblo. De
acuerdo, dijo el alcalde. De acuerdo dijo el Cura, pero, a renglón seguido le
sugirió al Alcalde… bien, pero falta lo más importante, el piano… Bueno,
miraremos de traer uno de Teruel. En una ocasión tan importante y excepcional el
Ayuntamiento puede hacer un gasto extra.
Llegó el día señalado y la iglesia
estaba abarrotada de gente. Los altares repletos de flores. Un magnífico piano
de cola de madera negra de nogal lucía en el presbiterio. El ambiente era de
gran expectación. Por fin entró Andrés entre los aplausos del público entregado
en cuerpo y alma a la ilustre figura de la música, hijo del pueblo. Un orgullo
sin igual inundaba sus almas enternecidas por el suntuoso espectáculo.
Andrés, hombre de pocas palabras,
pero de mucha música, saludó cortésmente inclinando la cabeza hacia sus
convecinos. Luego, sin mediar palabra se sentó delante del piano y comenzó a
tocar. Quería dar satisfacción a sus convecinos y para ello había preparado un
amplio repertorio.
Ya llevaba Andrés una hora tocando y
el público aburriéndose solemnemente pues, su vida rustica, no les había dado
ocasión para educarse en los deleites de este particular arte.
Muy despacio y en silencio empezaron
desde los asientos traseros a abandonar la iglesia con las más peregrinas excusas. Unos señalaban que tenía que ir a “aviar” a los animales. Otros que,
llegaba el ganado y tenían que ir a encerrarlo a la paridera. O bien, que tenían
que prepara el saquillo del amo que mañana marchaba a labrar… Y así, poco a
poco, la iglesia se fue vaciando y el músico, como ensimismado, no se percató
de lo que estaba sucediendo.
Llevaba Andrés ya, cuatro horas tocando
y sin dar señal de parar. Mientras, en la iglesia, solamente quedaban el padre
del músico y el alcalde.
Andaban ya por la sexta hora de
concierto cuando atacaba Andrés, como en éxtasis, la Quinta Sinfonía de Beethoven.
Por fin, con los acordes finales, dio por finalizado el concierto con el ocaso bien cumplido. Andrés se
puso en pie para saludar ante un público ausente y, asombrado éste del vacío,
echó a mirar a los dos únicos asistentes.
El padre de Andrés, en un hilillo de
voz, se atrevió a preguntar al alcalde.
¿Señor alcalde, que le parece la ejecución? El alcalde, hinchado como una
bombona de butano, le espetó: La
EJECUCIÓN me parece mucho, pero dos hostias no se las quita nadie.
Y así terminó el más famoso concierto de piano
nunca jamás visto en Gea. De lo relatado aquí, tiene la culpa don Pablo El Busto, cuyos pormenores me los refirió siendo conserje del colegio Francisco Franco de
Teruel.
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HUMOR MISCELÁNEO PARA
LECTORES CONTEMPORÁNEOS
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