EL QUE LE CORTE LA GARRA A LA TORRE
*
Aparejó a la burra con el baste y, sobre éste, echó las angarillas de cuatro clujones. Metió cuatro cántaros, uno
en cada clujón, e inició la marcha. Como vivía en la calle de Pedro Ramos, unas
veces bajaba hasta el Turia por la calle de la Albardería que se abre con la
puerta de Guadalaviar y otras, sin embargo, iba por el Estudio a coger el
portal de Daroca bajando la Andaquilla. En los dos casos pasaba debajo de las dos
torres gemelas con las que se adornó, en su día, la villa de Teruel. Ahora, sin
embargo, ya era ciudad y presumía de nobles e importantes edificios. Sin
embargo, había un suceso que preocupaba fuertemente a los turolenses. Esas
torres, esas magníficas torres moras, se estaban inclinando peligrosamente.
No era, sin embargo, la torcedura de las torres la preocupación
mayor de Migal. Para él, el asunto más importante era el acarreo diario del
agua, desde el río, hasta lo alto del caserío. Ese día iba a Zofra (a Concejo),
por ello, le habían dejado usar la burrica y con ello el trabajo se le hacía
muchísimo más llevadero. Los demás días, cuando el agua era para casa tenía que
subirla a pulso y, las cuestas, se le hacían imposibles. Cuantas veces había
maldecido la hora en que habían puesto la ciudad en aquel alto. Pero, no había
más remedio ni solución alguna para el caso.
Un día escuchó jurar y maldecir
airadamente a su padre ya que, al parecer, el Concejo iba a poner un nuevo
impuesto. Ahora, decía haciendo esparajismos, van a poner la “PALATA” en el mercado.
Con esto nos quedaremos sin comer pan porque se lo llevará todo el Concejo,
decía exagerando su padre, mientras que, su madre, asentía dándole la razón.
Otro impuesto y con que fin, señaló Migal que también se sumó indignado a la
nueva. Parece ser, dijo el padre, que los del Concejo quieren traer el agua
desde la Peña el Macho hasta la ciudad. Quieren poner, ¡vaya locura! una fuente
en cada plaza, y así, las mujeres se excusarán de bajar al río. ¡Cómo! Exclamó Migal
sin llegar a creérselo. Pero eso no puede ser… ¿una fuente en cada plaza? Y… y…
y…, entonces, que haremos con la burra y las angarillas. A Migal, por momentos,
le subía el rubor hasta la cara y el corazón comenzaba a palpitarle en un raro
y gozoso desconcierto. ¡Una fuente en cada plaza! ¡Vaya ocurrencia! señaló su madre.
Para que queremos una fuente en cada plaza si tememos a Migalico que nos sube
el agua todos os días sin rechistar.
Bueno pues, al parecer, la cosa iba
en serio y en la ciudad no se hablaba de otra cosa. En la plaza del mercado, en
la lonja, en las carnicerías, en el avío de los animales y en las bajadas a la
huerta, no se hablaba de otra cosa. Pero, sin embargo, no todo el mundo estaba
de acuerdo en la obra que se planteaba. Unos decían… ¡ña qué, pa pior! Otros, sin
embargo, señalaban que iba a ser un adelanto grandismo. Ahora que, (señalaban
otros, no sin razón) pasar el barranco de las Ollerías va a ser difícil… A ver,
dónde encontraremos un Maestro de Obras capaz de salvar el barranco…
Por fin se clavó, en la puerta del
Concejo, un pergamino grande en el que se reclamaba un Maestro de Obras capaz
de llevar a cabo la empresa que tenía pensada el Concejo. Se requería ser
persona experta y, el Juez y el Concejo le sometería, antes de contratarlo, a
las pruebas pertinentes. Muchos son los que llegaron hasta Teruel desde lejanos
países interesándose por la obra y por el cobro de la enorme cantidad de dinero
que se pensaba gastar en ella. Todos, sin embargo, salían de las Salas del
Concejo decepcionados al conocer la prueba a la que deberían someterse, previa
al contrato. Se trataba de “enderezar” una de las dos torres mudéjares que se
inclinaban peligrosamente. Aquel que LE CORTE UNA GARRA A LA TORRE para
enderezarla, se llevara la obra, decía el Juez de Teruel a todo el que quisiera
oírle. Por ello, con una prueba que entrañaba tanta dificultad, muchos, y Migal
con ellos, pensaron que la obra no se realizaría. ¡Todo el gozo en un pozo! llegó
a decir el zagal un día que jugaba con los amigos en la calle del Pozo.
Por fin, un día se vio aparecer por
el camino de Daroca unos hombres en unas hermosas cabalgaduras primorosamente
enjaezadas. Al verlas, los de Teruel rápidamente exclamaron: ¡son extranjeros,
son extranjeros! Aquellos atuendos y adornos en las caballerías se les antojaban
propios de otros países. Entraron en la ciudad por la puerta de Daroca y tras
buscar alojamiento decidieron acomodarse en lo más alto de la ciudad, en una
posada que había, aparente, en el Tozal. Para el día siguiente tras el almuerzo
se acercaron a ver al Juez de Teruel. Resultó pues, cierto, que eran
extranjeros y que el Maestro de Obras y jefe de la cuadrilla de alarifes tenía
por nombre Pierres y eran del país de los francos. Avalaba su pericia el número
de obras ejecutadas, sin embargo, el Juez de Teruel, con la prudencia con la
que solía encarar los asuntos difíciles siguió estimando oportuno que Pierres
Bedel realizara, como uno más, la prueba de la torre.
Acordaron pues el presupuesto y
Pierres Bedel encaró seguidamente, pero con suma facilidad, el problema de la
torre de San Martín. Los de Teruel quedaron asombrados al ver que
efectivamente, el franco, le había cortado una garra a la torre y que ésta,
permanecía enhiesta y firme como un mástil.
Para entonces, Migal, que todos los
días pasaba por debajo de la torre de San Martín en busca de agua del río o del
pozo de los frailes franciscanos, empezó a creer en los milagros. Pensó, pues,
que aquel hombre iba a acabar con el penosos trabajo de bajar desde la Muela
hasta el río a por agua. Comenzaron luego las obras del acueducto-viaducto y en
ellas se contrató de obrero Migal, a fin de sacar algunas perricas y, ver
ilusionado, el fin de las obras.
*
*