LOS GORRIONES DE SANZ GADEA***
Existe una ciudad a la que llaman
Teruel y un niño al que sus papás pusieron por nombre Lorenzo, ya que era
natural de Huesca. Allí, en aquella lejana ciudad, era costumbre bautizar al primer
hijo con el nombre del patrón y, como todo el mundo sabe, el patrón de Huesca
no es otro que San Lorenzo. Sus padres
habían venido hasta aquí, hasta el sur de Aragón, a trabajaban en unas oficinas. El trabajo de los padres estaba muy lejos de
la casa en que vivían y por eso Lorién todavía no se atrevía a ir solo a
buscarlos. Le dijeron que todavía era muy pequeño y que había que atravesar un
puente muy grade. Lorién, hijo, le dijo su padre, cuando seas un poco más mayor
te llevaremos a ver la ciudad. De momento basta con que te acerques hasta el
parque donde están tus amigos. El Parque, llamado de los Fueros, estaba muy
cerca de su casa y todas las tardes, con el permiso de sus padres, bajaba a jugar con sus amigos. Un buen día, siguiendo la acera del parque, y atravesando
varias manzanas de casas, llegaron hasta una calle en la que había muchos pajaricos. Lorién los
observó. Eran pequeños, regordetes y muy vivarachos. Los ancianos les
echaban migas de pan y ellos en vuelos acrobáticos, unas veces en picado, otras
en vuelo rasante llegaban hasta el miguerío a coger con el pico el jugoso pan tierno. Preguntaron cómo se
llamaban y, una ancianita les dijo que gorriones. Admirados por el revuelo que
ocasionaban cada vez que alguien les traía comida, decidieron seguirlos. Los
voladores, tras comerse todo el pan, decidieron marchar hasta otro lugar en el
que habitualmente les echaba la buena gente, también, migas de pan y trocitos de churros.
Llegaron, en vuelo corto, hasta el segundo comedero y en él estaba su amigo
Juanjo que pronto los llamó y les dio de comer miguitas de churro bien
caliente. Los gorriones, agradecidos, se acercaban intrépidos hasta posarse en
las manos del buen samaritano, sabedores, de que no corrían ningún peligro. Desde aquí,
otra vez en vuelo gorrionil, saltaron los tejados para ir a los jardines de una
casa de la que, seguro, como todas las tardes, bajaba una señora con el halda
cubierta de pan blanco desmigajado.
Volvió el niño a casa y contó a sus
padres todo lo que había visto esa tarde. Sus padres, al escuchar al niño contar lo sucedido con tanta pasión, desde entonces, empezaron
a llamarlo cariñosamente gorrioncillo/gurrioncillo, hasta casi olvidar su verdadero nombre.
Desde ese día, y muy a menudo, Lorién acudía a la puerta de la residencia de
San Pablo y a los otros sitios donde, seguro, encontraba a estos pajaricos tan
simpáticos y revoltosos. Pronto, Lorién empezó a llamarles “mis pajaritos” y “mis
gorrioncillos”. Tanta fue la identificación y tal la obsesión que tomó de su
contemplación que no había día que no dedicara un buen rato a hacerles compañía y
a llevarles comida.
Para el día de San Sebastián, que es el 20 de enero, durante toda la mañana había estado nevando y la avenida Sanz Gadea
tenía una espesa capa de nieve. Los padres le advirtieron, Lorién, esta tarde
no podrás ir a ver a tus pajarillos. Todo está cubierto de nieve y seguro que
ellos andan escondidos por las canaleras. Lorién no dijo nada, hizo los deberes
y tras cenar se fue a la cama silencioso y pensativo. ¡No sé, no sé! comentó la
madre al marido, veo a este chico un poco raro. Y con estas palabras dejadas en
suspenso, los padres, continuaron con sus quehaceres.
Nada más dormirse Lorién, sintió como
su cuerpo se elevaba en el aire, unas diminutas y potentes alas le crecían
en las espaldas y un pequeño, pero agudo pico, le nacía en la cara. La cola la sentía como un timón que lo dirigía durante el vuelo y ya, con el primer batir de alas tuvo una sensación de libertad, hasta el
momento, jamás experimentada. Probó en el escueto espacio de su habitación
a hacer alguna de las maniobras que
observó en sus amigos. Subió hasta el techo y se tiró de picado a la cama para
inmediatamente volver a alzarse en vuelo oblicuo trazando una increíble uve en
el aire. Esto lo tiene que ver Juanjo (pensó), menuda sorpresa le voy a dar.
Seguro como estaba ya, de sí mismo y de su pericia voladora, decidió salir de
la habitación y llegar hasta el espacio exterior. Voló sobre el parque. Pasó
entre los viaductos cruzándolos en todas las direcciones y observando, de
ellos, hasta sus más mínimos detalles. No contento con esto siguió adelante, por fin iba a conocer la Ciudad de los Amantes. A lo lejos intuyó el brillo
verde de unas torres y sin pensárselo dos veces se lanzó en dirección al
campanario. Cómo se llama esta torre, preguntó a las palomas que ronroneaban malhumoradas…
la torre de San Martín le contestaron. Luego, un poco más amables ya, le
indicaron con la punta del ala… mira, aquella es La Catedral con su cimborrio y,
esa otra, San Pedro y, más allá, tienes la de San salvador… Iba Lorién de
sorpresa en sorpresa. Pero, todavía le quedaba por ver un buen puñado de cosas:
la muralla, los arcos… Y, aquella cinta verde que se veía allá abajo ¿qué sería? Sin duda era una alameda con un río de agua plateado atravesándola. Sintió sed y se lanzó hasta
la orilla para beber. Así pasó el día descubriendo mil y una maravillas en
aquella ciudad, para él, misteriosa y desconocida.
Cuando llegó el ocaso volvió al
parque en busca de refugio y de lugar seguro en el que pasar la noche. Buscó
una rama firme de un árbol y se acomodó. Los ojos se le cerraban por el
cansancio. Había sido un día lleno de sobresaltos y sorpresas. Ya estaba a
punto de dormirse cuando sintió los pasos silenciosos de algo indefinido que se
le acercaba. Luego, unos ojos rasgados que le miraban fijamente y dos filas de
potentes colmillos se abrían ante su impotencia. Por un instante se dio por
muerto, tragado por las fauces voraces de aquel felino. Pero, en el preciso
instante en que el enorme gato cerraba las mandíbulas, escuchó la voz de su madre que le decía:
¡Venga gurrioncillo, despierta! Tienes que levantarte para desayunar e ir al
colegio.
***Para mis nietos Iris y Samuel.
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