EL CAPITÁN JORDI BALAGUER ROVIRA*
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Barcelona era un hervidero
revolucionario. Las cosas más insólitas sucedían en aquel verano del 36 en una Cataluña donde todo era posible, incluso la independencia. Se estaban
preparando expediciones que ocuparían todo el Aragón Oriental y más allá si era
posible. Cuanto más territorio se ocupara, mejor. La Generalidad catalana, siguiendo la tradición medieval de
los reyes de Aragón para constituir las tropas de vanguardia o almogávares, recogió a grupos desestructurados, a personas socialmente marginadas y radicalizadas, los armó,
los montó en camiones y autobuses y sin otra directriz precisa los envió a luchar contra el fascismo hacia el ponent. Se
trataba, más que de luchar, de ocupar los pueblos y hacer la revolución socialista, de implantar el Comunismo Libertario como forma de crear un espacio neutral entre Cataluña y España. Entre esas personas, las había con ideas claras y
precisas y otras que se apuntaban a la aventura, sin más. Gente que
no temía ni tenían nada que perder, acudió al sueño dorado de una nueva vida en la
que el alimento, el vestido y el amor libre estaban garantizados en el seno de la
Comuna. La Comuna sería la nueva casa en la que se daría satisfacción a todas
las necesidades humanas habidas y por haber. Jordi Balaguer Rovira había sido capitán
del ejército español y se había convertido al anarquismo a base de lecturas y de militar clandestinamente en la FAI . Sabía muy bien donde iba y por qué. Se
trataba de dar un nuevo rumbo a Cataluña. De construir una tierra en la que la
libertad sería la medida de todas las cosas. Por ello el anarquismo había sido
su doctrina desde bien joven y ahora se le ponía delante la oportunidad de
llevar a la práctica lo que había leído en tantos libros y que, casi siempre,
se planteaba como un sueño, como una utopía irrealizable.
Montado en un autobús destartalado
recorría las villas, los pueblos y las comarcas de Aragón. Lo normal era que
los caminos fueran polvorientos y bacheados y que los pueblos aparecieran con
las casas cerradas a cal y canto por temor a la llegada de gentes que venían a
robar y matar. De pronto se le ocurrió una estrategia que iba a dar buenos
resultados y que pondría en práctica en el próximo pueblo. El capitán Jordi
dijo al chofer del autobús: para un momento en la cuneta que vamos a hacer unos
arreglos en el autobús. Paró el chofer el autobús y paró la pequeña columna de camiones
que venía detrás. El capitán mandó traer un equipo de megafonía que instaló en la baca del vehículo, luego lo
conecto a un magnetófono en el que había grabadas canciones de los falangistas, del requeté navarro y, finalmente, probó el funcionamiento del aparato. Ya podemos
marchar, le dijo al chofer.
El autobús, en solitario, entró
por la calle mayor del pueblo y al conectar el capitán Jordi el magnetófono,
sonaron por los altavoces las canciones que a menudo se cantaban en el bando
franquista. Las gentes, tras los ventanales de sus casas, no podían creer lo
que estaban oyendo. Alguien no pudo más y dijo: “son los nuestros, por fin han
venido los nuestros” y saliendo a la calle alborozados cantaban con entusiasmo,
detrás del autobús, formando una procesión alegre y festiva.
Una vez que el autobús recogió a
todos (o a casi todos) los fascistas del pueblo los llevó hasta las eras donde
fueron fusilados sin más averiguaciones ni juicio. No había mala conciencia, se
trataba de acabar con el fascismo y de iniciar una nueva era, donde todos serían
hombres y mujeres libres e iguales.
El capitán Jordi Balaguer Rovira
tomó en nombre de la revolución el mando y se adueñó de todo cuanto había en el
pequeño pueblo. La iglesia fue quemada y convertida en almacén del Comité Revolucionario.
Los cálices sirvieron de copas para la mesa del capitán y, el vino, corrió en
abundancia aquel día. Aquella noche quiso el intrépido revolucionario amar a la
moza más bella del lugar y mandó a buscarla. Sin embargo, ella se resistió, de
ninguna manera aceptaría esa humillación. La moza tenía al hermano y al novio
en el frente franquista pero, claro está, no dijo nada por temor. El capitán
enfurecido primero y envalentonado, después, la acusó de contrarrevolucionaria
y tras violarla la arrastró atada a la
silla de una mula por los caminos y por la vega del lugar hasta que murió.
La noticia del terrible suceso
corrió como la pólvora por todo el valle hasta llegar al frente enemigo. No
tardaron mucho, novio y hermano, en montar una expedición de noche, con un camión
y varios soldados de apoyo. Entraron con gran pericia, ya que conocían bien el
terreno, en territorio enemigo y capturaron al capitán Jordi mientras dormía.
Volvieron a zona nacional y lo fusilaron de madrugada en unos pozos que hay
junto a la carretera.
Aquella noche, el pastor del
lugar que apuntaba en una libreta los sonidos de los disparos cuando se hacían
las ejecuciones, sólo oyó dos tiros. Sin embargo, solamente hubo una muerte.