Hay un afán, un impulso primario
por subir a la cima. Celebro la mirada que me anima y me empuja y a los 1.603
metros me detengo y te canto. Me siento en las sabinas rastreras que te
envuelven y medito y observo. Desde hoy en adelante miraré por tus ojos la
planicie fecunda que atraviesa el Jiloca. Los pueblos que a tus pies, vigía de
este valle, vas sembrado. Y veo Palomera, por el diestro costado elevarse a la
altura de 1.500 metros, dezaga, Caimodorro y mirando a Molina los ecos legendarios de aquel Señor de Motos que arrasó la llanura y dominó la borra. Se aproxima a la Almohaja una nube-tormenta que desata
sus aguas sobre las rastrojeras. Vuelve
el azul del cielo y el rojo del rodeno a este ignoto castillo que surge como flama o herida en el costado. La furia de un dragón lleva el hierro candente metido en
tus entrañas. Pues la sierra es Menera y toda ella va, tapizada de estepa y gabardera.
Mirad para Castilla cuando cae la tarde de musgo decadente. Por Abdón y Senén, por
Santa Catalina, por la Virgen de la Rosa y la de la Vileta, van los labriegos,
arrastrando peanas todas las primaveras. Montañas turolenses de dulce terciopelo,
bobinadas de sueños y esperanzas perdidas. En ellas crece el pino clavado en
las laderas junto a la eterna encina, dando verdor y fronda, sosiego y medicina a las tardes de fuego, a las tardes de estío. Cubriendo va tu cima un desmán de ferraches
que apuntan hacia un cielo que se abre y se desploma. Aquí reposa, al fin, Ginés con capa blanca cuando sube la niebla caliente de los llanos. Ginés del cierzo frío nacido en el Moncayo. Ginés de las tormentas liadas en su cima. Ginés azafranero. Ginés remolachero.
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