MISINA ENTRA EN CELO BAJO EL
CORO DE LA IGLESIA DE VALACLOCHE
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Faltaban cuatro días para la
llegada del otoño y Misina todavía sondormía al calorcillo de los últimos rayos
del sol de verano. Enroscada, sobre un suelo de cemento blanco, dejaba pasar la
tarde con los ojos cerrados y la tranquila quietud que da, ser gata en
Valacloche. Encima de su cabeza, una tupida parra llena de racimos de uva
proyectaba una sombra, más que espesa, sobre su brillante y acicalado pelo
blanco grisáceo. Los pájaros revoloteaban, ahora que no rondaban los amos, por entre los
sarmientos y las hojas verdes de la vid buscando granos de uva, tan morados
como dulces. De vez en cuando pasaba el molesto ruido de un motor de coche o,
quizás, los pasos inciertos de algún caminante serrano. Eran pasajeros
del verano venidos de las costas levantinas hasta el verdor y la frescura de
este valle azul, dulce y aterciopelado.
Tras cumplir los 11 años de vida
Misina se hacía, poco apoco, más reflexiva, opaca y silenciosa. Prefería las zalamerías y
la comida de su ama al duro trabajo de cazar ratones por corrales, cambras y teñadas. También gustaba de los
sitios frescos y, muy a menudo, acompañaba a su dueña a la iglesia. Unas veces
para hacer la limpieza, pues era la beata del pueblo, y otras empero, para oír
misa o recogerse en el hábito sempiterno de la oración, la meditación y el
silencio, entre aquellos blanquecinos muros.
Misina había restregado miles de veces su lomo
por las paredes de la nave central del templo y había contemplado, gracias a la luz que se filtraba por los ventanales de la
parte de levante, la magnífica estructura barroca
de aquella construcción dieciochesca. El templo era sólido, de una sola nave y Misina tenía
en él, pocos espacios para ocultarse. A pesar de ello le gustaba subirse al coro en
la parte trasera del templo, donde no era molestada y podía pasar tardes enteras gratificando a su cuerpo sin hacer absolutamente nada. Otras veces se estiraba a
sus anchas debajo de la pila del baptisterio a la espera de algún roedor
despistado pero, como siempre, con poco entusiasmo por la caza. No osaba nunca
refugiarse en la sacristía, ya que el sacerdote se llevaba mal con los gatos,
pese a que considerase su presencia vital para que los ratoncilos no le comieran las
albas, las casullas, los roquetes, las capas, y menos los manteles, primorosamente bordados, de los
altares.
A la torre la habían subido tan sólo una vez y fue para su desgracia. Ella, de su interior, conocía bien su estructura de cuatro cuerpos y los ventanales abiertos a San Pablo, que le daban esbeltez y
altura. En el tercer cuerpo se alojaban las campanas y desde uno de sus
ventanales, para fiestas, los mozos la habían arrojado sobre el fosal situado en la parte colindante.
De tal día y tan fecha guarda amarga memoria y la pérdida segura de una de las
siete vidas que suelen otorgarles los humanos a los felinos.
Misina había oído hablar de la
brutalidad de estos mamíferos bípedos pues, contaban los humanos más viejos del
lugar, que durante una guerra pasada habían quemado altares y santos de la iglesia
junto a los archivos del pueblo.
Pasó aquella tarde un pasajero
del verano, más tarde otro, y luego otros que formaban una familia venida de
Cullera con apariencia de rango abolengo ajado por las crisis económicas sobrevenidas. Y estaba el valle en flor, y los huertos aromatizados con el perfume
de las tomateras y los árboles frutales. Vio luego que debajo de una higuera un galán arrullaba a una
dama y allá, a lo lejos, adivinó a unos
labriegos recogiendo la cosecha de patatas. Pensó Misina, a la vista de tan
empalagosa escena amorosa, trasladar ruborizada sus felinas posaderas debajo de las hojas
de una tupida noguera o quizá, todavía mejor, seguir a su ama que se dirigía a
la iglesia. Allí, debajo del coro y abrazada por la quietud del desangelado
templo, desplegó de nuevo un ronroneo tibio y empalagoso, como si de nuevo el mecanismo reproductivo de su menudo cuerpo entrara en celo.
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Cristo de Valacloche.
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