EL CRIMEN DE ALMOHAJA
Los hechos que aquí se narran acaecieron en la década de los años cuarenta, del pasado siglo. Todavía hay en el lugar, memoria viva de los trágicos sucesos.
Los hechos que aquí se narran acaecieron en la década de los años cuarenta, del pasado siglo. Todavía hay en el lugar, memoria viva de los trágicos sucesos.
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Teodoro Báguena estaba
recibiendo la extremaunción de manos del párroco del lugar en la alcoba de la
Sala Grande de su casa de Almohaja. En el preciso instante en que el
sacerdote le ungía con los Santos Óleos en los ojos, exclamó con un grito débil,
lacrimógeno y primigenio: ¡"Enterradme con Ramona"! El sacerdote quedó parado y
en suspenso por un momento. Entonces le inquirió, ¿qué dices hijo? ¿”Qué me
quieres decir en este trance final de tus días”?... ¡"Qué yo maté a Ramona,
padre"!... "Yo maté a mi hermanica"!... ¡¡¡“YO LA
MATÉ Y QUE DIOS ME PERDONE”!!!, dijo Teodoro con todas las fuerzas que aún permanecían
en su menudo, débil y enfermizo cuerpo. Ante tan sorprendente confesión, el
cura mandó llamar a Ignacio Anquela, a la sazón, Juez de Paz del lugar.
La vida transcurría con sosiego
en el lugar. Los trenes de la Compañía Minera de Sierra Menera pasaban de forma
cadenciosa y programada por la estación de Almohaja. Algunos paraban a tomar
agua, mientras que otros, pasaban de largo hasta la estación de Ojos Negros si
subían de vacío o hasta la de Cella, si
bajaban cargados de mineral de hierro hasta el Puerto Sagunto. Las minas y el
ferrocarril de vía estrecha eran el epicentro de la economía del pueblo y desde
que don Ramón de la Sota iniciara la explotación, a principios de siglo XX, el
pueblo había mejorado su economía de forma exponencial. Casi todo el mundo
trabajaba en la Compañía y, luego, tras el trabajo “oficial”, atendían sus
campos y sus ganados. Teodoro era uno de ellos. Todas las mañanas iba a Ojos
Negros a trabajar en la mina de hierro y, por las noches, volvía a dormir a su
casa. Casa que compartía con su hermana Ramona. La Ramona, alta, fuerte, bien parecida, con sayas hasta los tobillos y pañuelo a la cabeza siempre, era la estanquera del
pueblo y tenía, además, un rebaño de cabras para el que había contratado un
cabrero. Una estanquera con casa, huerto, 200 cabras y unos campos de labor, era la envidia
del lugar. También, en el plano de la administración de sus bienes era una hormiguica
y de vez en cuando le gustaba presumir de lo que tenía ahorrado. A su hermano
lo provocaba, por hacerlo rabiar, y por ver como se lo llevaban los demonios
cuando le decía: “Me voy a casar y tú te quedarás sin nada de lo mío”. Su hermano, que tenía
echadas las cuentas de forma muy aproximada de cuanto atesoraba su hermana,
se enervaba y salía enfurecido hacia el barranco Cardoso o hacia la
laguna hasta que se le pasaba el sofoco.
Había, sin embargo, un día al mes
en que Ramona abandona su casa por pura necesidad laboral. Tenía, como
estanquera del pueblo, que ir a Albarracín para hacer la saca del tabaco. Un día
viajaba a Albarracín, donde dormía, y al día siguiente volvía a Almohaja con su
saca en la burrica cargada de cuarterones, caldo, farias y paquetes de cigarrillos
liados, particularmente Ideales, Peninsulares y Celtas largos y cortos. Su
hermano estaba al tanto de los viajes de su hermana. Sabía que salía después de
comer y tomaba el camino que le llevaba por el barranco Cardoso hasta Pozondón,
y de aquí, a Albarracín. La vuelta la hacía siguiendo el recorrido inverso, pero
al día siguiente, pues temía a la noche.
Teodoro, corroído por las
constantes provocaciones de su hermana a la vez que, aguzado por la codicia de
poseer ya lo que un día esperaba obtener de forma natural, planeó, con total
frialdad como ya hiciera Caín, el más horrendo y primigenio de los crímenes, el
fratricidio.
Para el domingo siguiente Rafael Gómez,
uno de los mozos del lugar, tenía echadas ya las tres amonestaciones y apalabrada
la ceremonia con el párroco, mosén Joaquín. Nada más comer, Rafael bajo a casa
de la estanquera y le encargó lo necesario para la boda. Se trataba de 20 puros
habanos de la mejor calidad, otras tantas farias y algún paquete de cigarrillo
rubio de “Las Tres Carabelas” o “Bisonte” para las mujeres, pues ese día se
permitían el lujo de fumar, aunque no de forma explícita. Ramona le dijo que no
parara cuidado pues, al día siguiente, tendría todo en Almohaja. Con ello, se
despidió tranquilo Rafael sin intuir, lógicamente, el problema que le ocasionaría esa visita.
Aquella noche Ramona no fue a
Albarracín pues su hermano la mató con el cuchillo de cocina. Dejó que se desangrara
en el suelo empedrado de la planta baja y se echó a dormir. Por la mañana madrugó y antes de
que saliera el sol se fue a su faena de
Ojos Negros. Dejó las cabras en el corral, sólo cerradas con la tarranclera,
tal y como hacía Ramona cuando se iba a Albarracín. El cabrero no sospechó nada
y las cabras, el cabrero y Teodoro pasaron el día lejos de la casa. La gente
estaba en la cuenta de que Ramona andaba de viaje y que no volvería hasta la
tarde.
Fue, precisamente, a la vuelta
del cabrero del campo, ya atardecido, cuando se conoció el suceso. Al llamar a
Ramona para entregarle el ganado y no contestar, entró en la casa por la puerta
del corral, que siempre permanecía abierta. El hombre se encontró con la mujer muerta y
tendida en mitad de la cocina. Salió de la casa dando gritos y haciendo
aspavientos de horror.
El asunto se puso en manos de la Guardia
Civil y del Juzgado de Albarracín. Se llamó a todos a declarar y se concluyó
que el culpable era Rafael, por ser el último en ver a la mujer con vida.
Rafael no se casó y fue condenado a prisión perpetua. Permaneció en la cárcel hasta el día de la
muerte de Teodoro que lo confesó todo.
Nota: Ramona, en este relato verídico en lo
sustancial, es el nombre verdadero de la victima, mientras que a los demás personajes se les
ha cambiado el antropónimo.
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Vista de Almohaja desde San Ginés
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Peirón a la entrada del lugar.
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La casa donde se perpetró el crimen.
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