Para la segunda mitad del siglo
XX más de setenta mil (70.000) turolenses emigraron. Luego, continuó y continúa
un goteo constante de jóvenes que marchan a estudiar y no vuelven. La demografía
es una ciencia que nos insulta constantemente. Se cierran escuelas y crecen los
cementerios y las residencias de ancianos. Los pueblos han llegado a su agonía
y el canto del cisne fue el grito: TERUEL EXISTE. Ya sólo nos quedan estos bellísimos
paisajes cubiertos de soledad y misterio.
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Tiene Teruel atada la tarde a los
peirones para que nunca llegue la negritud eterna. Encalados calvarios
sembrando los caminos. Veletas que surgiendo de torres-campanario señalan el
destino que te arrastra y te ciega. Setenta mil latidos, setenta mil
diástoles, setenta mil portazos hacen eco a la ausencia. Los brazos vigorosos
de recios almogávares, señores del arado, dejaron esta tierra abierta hacia el
ocaso. Volvieron golondrinas verano tras verano y al final del agosto echan
siempre el candado. Besan el aire azul que peina el monte pardo. Recorren las
vaguadas, celadas y collados con el alma en un puño, con el cuerpo cansado. A
dónde va esta tierra, qué futuro le espera al río y al collado. No ha nacido en el olmo, ni rama, ni hoja
tierna. El último en partir que eche la
cancela y que arroje la llave en una sima negra.
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Homenaje a los turolenses emigrados.
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