EL ALTO VALLE DEL RÍO
PANCRUDO
El Pancrudo es un río minúsculo
de corazón negro y agua clara. En sus entrañas hay vetas carboníferas, y en su
fluir hacia el Jiloca, deja sembrados los campos de verde hierba y de doradas
mieses entre iglesias y ermitas plantadas en parajes de inusitada belleza. Ha
sido desde siempre tierra de pastores y más recientemente de corbella. Ahora,
es espacio para poca gente y potente maquinaria agrícola que labra y siembra
con eficacia las rotundas lomas. Sólo el viento pasea por las noches sin luna y
duerme en las majadas y, sólo las veletas, son capaces de corregir el destino
del cierzo y el pedrisco. Los pueblos son como racimos de uva hambrientos de
paisaje. Teje la vieja en el carasol el esparto con dedos violáceos, mientras,
la picaraza vuela corto bajo las nubes espesas y preñadas de harina. Se pudre
el sol de agosto en las femeras del ocaso calamochino. Cuelga el veraneante, la
telaraña del invierno en la bodega y tintinea durante unos instantes tras el
mazazo duro y seco de la puerta. Viviremos un invierno más en los maizales de
los centros comerciales de la gran ciudad, mientras que aquí, bajo el olmo
atacado de grafiosis, los gatos afilan sus uñas en espera de otro verano de
luz. Cerrar la puerta, echar la tarranclera, cortar el agua y bajar los “diferenciales”
de la luz son operaciones rutinarias que nos conducen al limbo de la nada. Pero…,
un día llegará en que la luz de la tarde caerá a chorros por las mazorcas de
panizo de los solanares, y ese día, la ciudad será un sueño, un mal sueño. Acaso,
quizás nunca existieron esos lugares y esas gentes del color del alquitrán y
del gesto hastiado. Será una nueva primavera para el valle, una promesa de vida
nueva para el Alto Valle del Pancrudo.
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