MAGNÍFICO CARIÑENA
Por Chusé María Cebrián Muñoz
Corría el 21 de septiembre del año
del Señor de 1585 entre los pámpanos y las doradas uvas otoñales del Campo de
Cariñena. Esa mañana, como siempre, cantó el gallo y Andrés se tiró como un
rayo del camastro en el que apenas había pegado ojo en toda la noche. Bajó a la
cuadra y ordeñó a la cabra. Para cuando su padre quiso levantarse, él ya había
calentado la leche, aparejado el macho y uncido éste al carro. Por delante
tenían una dura jornada de trabajo cuyo horario marcaría el astro Sol. Sabía
que su padre había apalabrado ese año las uvas de la viña de las Planas del Rey
con el alcaide de Cariñena. Esa viña era de realengo, por eso su padre pagaba
tributo, pero ese año se emplearía toda la viña en agasajar al rey pues raro
era el año que sus oficiales llegaban hasta Cariñena a cobrar lo estipulado.
Había pensado el alcaide de Cariñena que, mientras el rey permaneciera en la
villa, la fuente de la Plaza Mayor manaría vino de forma constante. Para
finales de otoño, ya fermentado el vino, se esperaba la visita del más grande
soberano del mundo en su tiempo. Se trataba del rey Felipe I de Aragón (II de
Castilla) de paso hacia Zaragoza. Andrés pasó todo el día cortando uva con su
fascino, llenando los canastos de mimbre y depositándolos en los cuévanos que
traía el carro. Apenas descansaron para comer y siguieron con su frenético
trabajo hasta llenar los depósitos. Por la tarde noche ya con viento otoñal y
olor a mosto en el cuerpo, descargaron la uva en el trujal y la pisaron para
que no se oxidara. Cinco días de trabajo les ocupó preparar el mosto y ponerlo
a fermentar. Por aquellos mismos días el rey “prudente” estaba en el Escorial
preparando viaje a Aragón, un reino que heredó de su abuelo Fernando II el
Católico y que tantos problemas le estaba ocasionando a consecuencia de sus
Fueros y de las conspiraciones palaciegas de su primer ministro Antonio Pérez. Al
rey le gustaba viajar con la otoñada, pues el clima era más amable y a su paso
todas las gentes de los lugares salían a agasajarle y a ofrecerle los frutos de
la cosecha recién cogida. Eligió la ruta más segura para llegar a Zaragoza.
Primero entraría en Aragón atravesando las Parameras de Molina, donde el
peligro a los bandidos y asaltadores de caminos era menor y, finalmente,
coronaría el puerto del Alto de San Martín para adentrarse en el valle del
Ebro. Una vez pasado el puerto, percibió el rey “prudente” la belleza del valle
que se extendía a sus pies. Los colores otoñales habían pintado el paisaje con
mil matices y el olor a frutos silvestres estimuló y acarició sus sentidos.
Hizo un descanso en Encinacorba y oró ante el Cristo del Esconjuradero, una
talla románica hecha por inspiración Divina y por manos desconocidas. Besó
después la talla de la Virgen del Mar traída por los caballeros Sanjuanistas
desde Rodas. Prefirió el rey “prudente” pasar la noche en Encinacorba,
población que le ofrecía más seguro abrigo, tanto a él como al numeroso cortejo
que le acompañaba, bajo el majestuoso castillo que corona la villa. Al día
siguiente reanudó marcha la pesada comitiva. Paró la carroza real delante de la
fuente de Cariñena. Echó el rey “prudente” pie a tierra y observó atónito que
de los caños de la fuente surgía un líquido rojo y espumoso. Asombrado, se
preguntó si no estaría en el País de Jauja. ¿Cómo era posible si no aquel
prodigio? Pidió probar aquel dulce y oloroso líquido con sus labios y que su paladar
le afirmase que no era un sueño lo que estaba viviendo. Ante la sorpresa del
deseo real, todos se miraron sin saber qué hacer. De pronto, acercó el padre de
Andrés el porrón al caño de la fuente y lo llenó de vino. Después dio el porrón
al niño, quien a su vez se lo ofreció humilde al rey. Tomó un trago el rey del
delicioso líquido y devolviéndole el recipiente al niño, que aún permanecía
arrodillado, dijo: “Magnífico Cariñena”. Sí majestad, respondió el niño, pero
las uvas eran de Encinacorba.
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