EL SANTO GRIAL
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Por Chusé María Cebrián Muñoz
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Estamos a día 17 de junio de 1120. El
ejército de Alfonso I el Batallador, reforzado con seiscientos caballeros
traídos por el duque Guillermo de Aquitania, planta cara a los almorávides en
Cutanda. Esta batalla fue una de las más relevantes de la historia de Aragón y,
una vez ganada, quedó para los cristianos todo el valle del Jiloca y del Jalón.
Se planteó teniendo como cabeza de puente a las localidades de Ricla y
Cariñena. Desde Ricla se acosaba a los musulmanes de Calatayud con el objeto de
que el ejército cristiano no fuera sorprendido por la retaguardia. Por Cariñena
se lanzó el grueso del ejército al otro lado de la sierra de Algairén. Ambos
contendientes habrían de medir sus fuerzas en los confines de Campo Romanos. En
Encinacorba se había instalado la vanguardia del ejército cristiano formada por
almogávares a pie, aquitanos a caballo y caballeros templarios. Estos últimos,
mitad soldados mitad freires, eran la mano derecha del rey, a quien, a menudo,
gustaba entrar en batalla junto a ellos. Los más ardientes guerreros de las
tropas del Batallador reparaban sus armas en la fragua, escupían sobre el acero
rusiente y blasfemaban continuamente dando una sensación de rudeza y tosquedad
premeditada. Había en el aire rumores de batalla y ánimos inquietos y
enardecidos. El vino de la tierra corría sin tiento por las gargantas rudas y
resecas de aquellos hombres violentos. Las prostitutas daban el último respiro
de placer a aquellos que tan pocas esperanzas de vida albergaban. Crecía el
temor frente a los temibles sarracenos curtidos en el rigor del desierto
africano. Eran gentes llegadas a la ribera del río Frasno a través de
polvorientos caminos y desde los lugares más apartados de la cristiandad. El
castillo, único edificio con cierta relevancia, bullía con el gentío tramenando
en los patios y en las cuadras de los animales. Allí, como en una torre de
Babel, se escuchaban las lenguas de todos los países y culturas de la Marca
Hispana. Los había que hablaban el occitano; otros, el latín; los más, una miscelánea
de lenguas románicas y pocos, la lengua de los vascones o la arábiga. Los
espías del ejército cristiano avisaron el día 14 de junio de que la vanguardia
mora había sido avistada más allá de Campo Romanos, muy cerca de la Canal de
Celfa. Era la señal esperada por el rey, que mandó, con gran presteza, que
subieran a Encinacorba el Santo Grial. Para el día 16, el obispo García de Jaca
hizo preparar un altar en medio del patio de armas del castillo, no lejos de
una enorme encina cuyo tronco había sido herido por un rayo. Colocó en el
centro del altar el Santo Cáliz y lo cubrió con la patena. A continuación, y en
presencia de su rey postrado de rodillas, comenzó el sacrificio de la misa.
Cuando el obispo alzó el Cáliz para la conversión del vino en sangre de Cristo,
se produjo el más impresionante y conmovedor silencio jamás visto. Una rayo de
luz partió las nubes que oscurecían el día y se proyectó sobre el vaso de ágata
que el obispo sostenía con sus manos, despidiendo en la plaza, un arco iris de
azulados colores. Intuyeron que era una señal del cielo y presagio de una
victoria segura. Rompiendo inesperadamente el silencio, aquellos duros
guerreros gritaron al unísono «¡Aragón, Aragón!» y «¡Desperta ferro!» Golpearon
las espadas sobre los escudos y el eco del sonido metálico se sintió en toda la
sierra de Algairén. Aquel día toda la vanguardia del ejército del rey Alfonso
confesó, comulgó y juró su Fe en Cristo. Al día siguiente, con el cuerpo y el
alma preparados para el combate, las tropas coronaron el Alto de San Martín y
otearon las llanuras de Campo Romanos. Atrás quedaban los verdes viñedos
cubriendo el fértil valle de las lagunas. Eran mediados de junio y aquel mar de
cereal que atravesaban iba perdiendo su primaveral verdor para cubrirse de su
dorado manto veraniego. El encuentro con los almorávides fue terrible y cruel.
Las espadas evocaban la corbella del celtíbero cortando la mies. Cabezas
cortadas, brazos y piernas amputadas y hombres como fieras con los ojos fuera
de sus órbitas. Cientos fueron los muertos, heridos y mutilados que yacían
sobre el campo de batalla. Tal fue la dureza del choque que pervive por los
siglos en la expresión: «Peor fue la de Cutanda». El rey aragonés logró una
formidable victoria, definitiva para la reconquista aragonesa. A partir de esa
fecha, el «Cáliz de la vida» que trajera San Lorenzo hasta San Juan de la Peña
fue talismán para los reyes de Aragón en las batallas. Y la Corona de Aragón se
extendió por el Mediterráneo como un imperio.
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