Era una tarde vieja, de otoño decembrino.
Tras la luz de un ocaso apenas encendido, bajaba de lo alto la noche entre
cortinas dejando entre las sombras la soledad tendida. Los cascos acerados con
nuevas herradura de la villa salían, soltando el golpe duro sobre la piedra herida y una luna de plata, en el río dormida.
Fue noche de silencio. Fue noche de partida. Junto al Turia de vida, sobre la
verde hierba, las sábanas tendidas. La
cabeza apoyada sobre las siemprevivas. Los ojos entornados, la mirada perdida. Y
en sus ojos de luz, en sus ojos de niña,
una ciudad crecía. Altas torres, brillantes, cubiertas de esmeraldas, fuertemente
almenadas. Palacios adornados de moriscas guirnaldas. Iglesias suntuosas de
piel abarrocada. Las calles andarinas, recoletas las plazas. La muralla que se
abre sobre la barbacana. Los puentes y acueductos que atraviesan las ramblas.
Rodeada de vega, sembrada de esperanza. El cielo azucarado por la dulce mirada
de cuantos la traspasan. Es ciudad de Leyenda es ciudad legendaria. Que como el
ave fénix, de sus cenizas nace de nuevo y se realza y sobre sí misma crece y
con su son se atabala. Y, sobre verde tapiz, pintado de esmeralda. Y, sobre las hojas
secas, batidas en escarcha. La niña está dormida. Ysabel... aún descansa.