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viernes, 1 de marzo de 2013

Marzo2013/Miscelánea. LEYENDA URBANA DE LA FUENTE DE TORÁN

LA MUJER AZUL
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Por José María Cebrián Muñoz
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La bruma matutina, de ácido olor a hiel y cobre, fue propalando desde las Serratillas hasta Pomecia, por lenguas verdes de oscuras sospechas y rumores inciertos, la verdad del suceso. Mientras,  las sombras fugaces que atraviesan al alba  los viaductos, se agitaban de espanto. No era cierto que, en apariencia, su mirada fuera como la de Belcebú. Ni que sus apasionados muslos fueran sierpes que aprisionaban a los hombres. Sí, es verdad que su pañuelo rojo había llegado desde la Europa central hasta los inhóspitos páramos turolenses prendido en los vientos fríos del norte. Pero el cierzo, ese holgazán que ni madruga ni trasnocha, palideció emocionado al golpear con sus ráfagas frías, la cara azul de esta joven doncella. Fue imposible cerrarle los ojos. Abiertos, como brasas encendidas, emitían potentes rayos desde la superficie de  la estanca. Como un loco, que se ha vuelto cuerdo por un instante, traté de hundir su cara en el fondo, en el abismo de las aguas. Le arrojé piedras y palos abandonados en las orillas gritando a su alrededor. Descubrí que su mirada no era una mirada de vida y, sin embargo, la sentía fija y permanente. ¿Por qué sus labios carnosos seguían, todavía, sonriendo? ¿Por qué persistía esa sonrisa cínica y sensual? Aguardé  la noche para negarlo todo y, la luna llena, bajó hasta las plateadas aguas prendida en reflejos negros y rojos de tristeza y desconsuelo. No fue casual el canto del gallo acusador, ni el viento frío del amanecer arrojando hojas otoñales sobre el cadáver para hacer su presencia más veraz e inhumana. Muy cerca se intuían las luces de la ciudad vieja, una ciudad, definitivamente perdida para ella. No supimos nada de sus secretos ni de las razones por las que llegó hasta esta escondida ciudad de provincias. Pero, puedo atestiguarlo, sé que su cuerpo voluptuoso andaba obscenamente entre bocas de sucios y soeces tiones. Y que las carcajadas hedientas, bañadas en el licor barato de sus clientes, me producían una ira incontenible. Hablé en la noche a solas con mis sueños. Concilié dudas con los pensamientos más arriesgados. Mía o de nadie. Con la rotundidad de los desesperados atajé, por campos de labor en la noche oscura, hasta la fuente donde se bañaba las noches de plenilunio. Su cuerpo desnudo brilló con transparencias de nácar a la vez que, sus ojos, emitían rayos de fuego rojo y mariposas azules. Mis manos en su cintura primero, luego en su cuello, la acariciaron con una terquedad que presagiaba el horror que ya se adivinaba. No ofreció la más mínima resistencia y fue mimbre y junco en mis manos. Por un momento la sentí mía y pensé besar aquella boca colmada ya, de sucios besos. Apagar su sonrisa con el dolor de mis labios. Barajé por un instante la posibilidad del secuestro. Soñé con paraísos tropicales e islas idílicas. Mientras tanto, las manos apretaban su garganta sin que ella emitiera el más leve sonido. Sentí, al final, clavarse en mis manos sus vértebras sin que el silencio fuera rasgado por quejido alguno. ¿Humana o diabólica criatura? Cayó a plomo, como queriendo morir, sobre las aguas. Después fue el silencio total, la culpa y el canto de la lechuza en la pinada. Mi sombra me persigue a pleno sol y a plena noche donde quiera que vaya. ¡Mi mala sombra!... Cruzo el fértil jardincillo por el que se alimenta la estanca y vierto en él las semillas del olvido. En las noches de otoño hay pañuelos rojos en los tendidos eléctricos. Las golondrinas y vencejos que atravesaron el estío, ya me señalan acusadores. Fue un crimen perfecto. Nadie reclamó su cuerpo, ni siquiera aquellos que tanto lo deseaban. Sólo yo lo reclamo y reivindico cuando día a día entro en las aguas y rastreo las esquinas y los fondos oscuros como un puerco que espera lo imposible. Es mía en su muerte y sólo mía. Sus labios están sellados en el olvido de las gentes y vivos en mi mente retorcida y cruel. ¡Por fin…, sólo mía! Lo dirán, siempre, las cardelinas en su corto vuelo entre dos cardos. Lo dirá el silencio acusador de los cobardes que supieron callar como valientes. Lo dirá su ausencia, en las lápidas mortuorias del cementerio: “Aquí yace, la ausencia de vida”.
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