LA MUJER AZUL
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Por José María Cebrián Muñoz
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La bruma matutina, de ácido olor a hiel y cobre, fue
propalando desde las Serratillas hasta Pomecia, por lenguas verdes de oscuras
sospechas y rumores inciertos, la verdad del suceso. Mientras, las sombras fugaces que atraviesan al
alba los viaductos, se agitaban de
espanto. No era cierto que, en apariencia, su mirada fuera como la de Belcebú. Ni
que sus apasionados muslos fueran sierpes que aprisionaban a los hombres. Sí,
es verdad que su pañuelo rojo había llegado desde la Europa central hasta los
inhóspitos páramos turolenses prendido en los vientos fríos del norte. Pero el
cierzo, ese holgazán que ni madruga ni trasnocha, palideció emocionado al
golpear con sus ráfagas frías, la cara azul de esta joven doncella. Fue
imposible cerrarle los ojos. Abiertos, como brasas encendidas, emitían potentes
rayos desde la superficie de la estanca.
Como un loco, que se ha vuelto cuerdo por un instante, traté de hundir su cara
en el fondo, en el abismo de las aguas. Le arrojé piedras y palos abandonados
en las orillas gritando a su alrededor. Descubrí que su mirada no era una
mirada de vida y, sin embargo, la sentía fija y permanente. ¿Por qué sus labios
carnosos seguían, todavía, sonriendo? ¿Por qué persistía esa sonrisa cínica y
sensual? Aguardé la noche para negarlo
todo y, la luna llena, bajó hasta las plateadas aguas prendida en reflejos
negros y rojos de tristeza y desconsuelo. No fue casual el canto del gallo
acusador, ni el viento frío del amanecer arrojando hojas otoñales sobre el cadáver
para hacer su presencia más veraz e inhumana. Muy cerca se intuían las luces de
la ciudad vieja, una ciudad, definitivamente perdida para ella. No supimos nada
de sus secretos ni de las razones por las que llegó hasta esta escondida ciudad
de provincias. Pero, puedo atestiguarlo, sé que su cuerpo voluptuoso andaba
obscenamente entre bocas de sucios y soeces tiones. Y que las carcajadas
hedientas, bañadas en el licor barato de sus clientes, me producían una ira
incontenible. Hablé en la noche a solas con mis sueños. Concilié dudas con los
pensamientos más arriesgados. Mía o de nadie. Con la rotundidad de los
desesperados atajé, por campos de labor en la noche oscura, hasta la fuente
donde se bañaba las noches de plenilunio. Su cuerpo desnudo brilló con
transparencias de nácar a la vez que, sus ojos, emitían rayos de fuego rojo y
mariposas azules. Mis manos en su cintura primero, luego en su cuello, la acariciaron
con una terquedad que presagiaba el horror que ya se adivinaba. No ofreció la más
mínima resistencia y fue mimbre y junco en mis manos. Por un momento la sentí mía
y pensé besar aquella boca colmada ya, de sucios besos. Apagar su sonrisa con
el dolor de mis labios. Barajé por un instante la posibilidad del secuestro. Soñé
con paraísos tropicales e islas idílicas. Mientras tanto, las manos apretaban
su garganta sin que ella emitiera el más leve sonido. Sentí, al final, clavarse
en mis manos sus vértebras sin que el silencio fuera rasgado por quejido alguno.
¿Humana o diabólica criatura? Cayó a plomo, como queriendo morir, sobre las
aguas. Después fue el silencio total, la culpa y el canto de la lechuza en la
pinada. Mi sombra me persigue a pleno sol y a plena noche donde quiera que vaya.
¡Mi mala sombra!... Cruzo el fértil jardincillo por el que se alimenta la
estanca y vierto en él las semillas del olvido. En las noches de otoño hay pañuelos
rojos en los tendidos eléctricos. Las golondrinas y vencejos que atravesaron el
estío, ya me señalan acusadores. Fue un crimen perfecto. Nadie reclamó su
cuerpo, ni siquiera aquellos que tanto lo deseaban. Sólo yo lo reclamo y
reivindico cuando día a día entro en las aguas y rastreo las esquinas y los
fondos oscuros como un puerco que espera lo imposible. Es mía en su muerte y sólo
mía. Sus labios están sellados en el olvido de las gentes y vivos en mi mente
retorcida y cruel. ¡Por fin…, sólo mía! Lo dirán, siempre, las cardelinas en su
corto vuelo entre dos cardos. Lo dirá el silencio acusador de los cobardes que
supieron callar como valientes. Lo dirá su ausencia, en las lápidas mortuorias
del cementerio: “Aquí yace, la ausencia de vida”.
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