LEYENDA DEL CRISTO
DEL SALVADOR
Por Jaime Caruana y
Gómez de Barreda
*
El
invierno había sido muy duro aquel año.
Montes
y valles fueron cubiertos por la nieve y enfrío intenso la endureció
transformándola en hielo que todo lo cubría.
Perduraba
ya el desolador paisaje desde hacía ya mucho tiempo sin que se observaran
señales de mayor templanza.
Y ya
entrada la primavera, con la caricia del sol, comenzó el hielo a derretirse, al
principio licuándose en pequeños regatos que poco a poco iban aumentando, luego
formando arroyuelos, y más tarde verdaderos torrentes que, creciendo en su
furia, venían a engrosar tumultuosamente las aguas revueltas y amenazadoras de
los dos ríos que bordean a Teruel, el Turia o Guadalaviar, y el Alfambra, ambos
salidos de sus cauces.
Crecían
sin cesarlas turbulentas oleadas que habían cubierto los llanos y la vega
obligando a los agricultores, a los pastores y a los vecinos a refugiarse en
las altas mestas: la de la Muela y la de la villa de Teruel.
Pasaban
los días sin que la fuerza de las aguas turbulentas decreciera. Por el
contrario, cada día aumentaba más y más con la consternación consiguiente de
los valerosos conquistadores, que, desde lo alto de la muralla avizoraban, como
sitiados en espera de socorro, buscando señales que indicaran el decrecimiento
de aquella monstruosa avenida y la recogida de las aguas en sus cauces
normales.
Todo
inútil.
Cierto
día de desesperanza advirtieron los turolenses un extraordinario prodigio.
Las
aguas, que desde los montes de Alfambra descendían levantando nubes de espuma y
formando tremendos remolinos al chocar contra rocas y otros obstáculos
naturales, dejaban en medio de ellas un espacio encalmado, tal como un balsa de
aceite, que pausadamente avanzaba acercándose lentamente hacia los muros de la
villa de Teruel y en su centro se mecía dulcemente una bellísima imagen de
Nuestro Redentor, mientras que a pocos palmos de los extremos de aquella Cruz
volvía el líquido elemento a rebullir y contorsionarse furiosamente.
Todas
las gentes del naciente Teruel, asomadas a los adarves de la muralla,
observaban sobrecogidas aquel caso extraordinario, mientras que desde el fondo
de sus corazones elevaban plegarias al Señor Todopoderoso.
El
Cristo Redentor bajó suavemente por el declive, siguiendo la ruta del río
Alfambra, y torciendo según el curso y corriente del Guadalaviar, fue
aproximándose a Teruel, pausada y lentamente, hasta llegar a los propios muros
donde paró, como una nave fuertemente anclada, quedando la prodigiosa imagen
mirando ala villa.
Los
vecinos cobraron ánimos. Desechado el temor a la furia de las aguas bajaron en
tropel, recogiendo y llevando en sus hombros con toda veneración aquella
sagrada imagen que depositaron en la iglesia más próxima al lugar donde paró,
la llamada del Salvador, e hincados de rodillas ante el Cristo Redentor, oraron
con fervor pidiendo cada cual el alivio de sus miserias y sus penas de esta
vida.
Y
las aguas poco apoco fueron decreciendo en sus ímpetus, retirándose de los
campos anegados y volviendo a sus normales cauces.
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