PARUSÍA
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En
los últimos 100 años nuestra civilización Judeo-cristiana ha progresado de
forma exponencial y con una potencia como nunca se había hecho antes. Hemos
pasado del átomo al universo. La ciencia y la tecnología han cambiado
radicalmente nuestras vidas. Sin embargo, de una forma inexplicable, mantenemos
conductas a la hora de disfrutar de nuestro necesario esparcimiento que gozan
de un arcaísmo anacrónico e impropio de seres civilizados. De todas ellas, la
que más llama la atención es aquella en la que el hombre se divierte viendo
morir o torturando a un animal. Nuestra civilización, de la que tan orgullosos
nos sentimos, tiene aquí su talón de Aquiles.
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Seguramente
no será necesario esperar a la segunda venida de Jesucristo a la tierra para
resolver este asunto. Las corridas de toros, las capeas, los toros de ronda,
los encierros, las vaquillas, la caza del zorro, la caza mayor y menor, la caza
furtiva, los safaris. En esencia, el hombre, dueño y señor de un planeta Tierra
que lo utiliza a su antojo y para su recreo. Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominarla (Génesis).
Hemos llegado a un punto final donde es preciso reflexionar sobre unos principios,
seguramente ya antiguos y demasiado desfasados.
Los romanos
llegaron a la península Ibérica y la civilizaron. Eso significaba el fin de
ofrecer sacrificios humanos a los dioses. Cuando los españoles llegan a América
en toda mesoamérica se hacían sacrificios humanos a los dioses. Civilización
significa pues, entre otras cosas, que a un dios no se le pueden hacer
sacrificios humanos. El concepto de un hombre rey y señor de todas las cosas ha
hecho que se viera como normal el sacrificio de animales. La inauguración del
coliseo en la antigua Roma ofreció cien días de circo en los que se
sacrificaron miles de animales traídos de todas partes del imperio (pan y
circo). La caza de animales en África ha sido pavorosa…
Pero hoy día
hay una nueva concepción del mundo. El hombre ya no es el rey de la creación. Este
superdepredador de poderoso cerebro y débil cuerpo se ha dado cuanta, ha caído
por fin en la certeza, de que es un ser dependiente. El recuperar el equilibrio
natural, la cadena trófica, el mantenimiento de los ecosistemas es vital para
su supervivencia. Ya no hay nadie sobre nadie, ningún ser es superior a otro,
quizás diferente, sí. Todos guardamos una estrecha relación de dependencia.
Seguramente
la distracción de los hombres deberá cambiar de signo en poco tiempo. Matar por
divertimento se va a terminar. Esto no lo admite la “civilización” actual ni el
sentido común. No es aceptable que ningún ser deba morir para divertimento del
hombre. Tampoco es admisible ni comprensible el hacer sufrir a los animales.
Estos conceptos no están, todavía suficientemente asentados, ni siquiera en los
partidos políticos de izquierda. A menudo vemos que se dejan llevar por un
populismo electoralista y justifican lo injustificable.
Ni la muerte,
ni la tortura de los animales para divertimento del hombre pueden admitirse. En
esto tienen razón las religiones orientales en las que, todo, forma parte de un
conjunto indivisible y ligado entre sí a la Pachamama o madre tierra como dicen en América.
Los toros han
formado parte sustancial de un modo de diversión muy arraigado en España (el
planeta de los toros). La plasticidad de la fiesta ha hecho que pintores y
escultores hayan realizado excelentes obras de arte, desde Goya a Picaso. La
literatura y el cine, también, han abundado en el tema. Ciertos programas de
televisión y revistas del corazón ponen morbo a la vida y los amoríos de los
toreros. A los toreros, héroes locales, se les ha perdonado ciertos excesos por
mor de su popularidad y respaldo popular.
No es extraño
ver a los reyes en las corridas de toros, más a Juan Carlos y, poco o nada, a
Felipe. Los tiempos están cambiando y hay que guardar, al menos, las formas.
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En el lienzo, Abraham procede a sacrificar a su hijo a mayor gloria de Dios. Su cuchillo es detenido por la mano de un ángel del Señor. Parece ser que era práctica común entre los cananeos el sacrificio de los primogénitos en el altar de Dios. En esta ocasión, el Dios de los judíos decide cambiar el sacrificio de un ser humano por el de un carnero.
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