DE
ENCINACORBA A PANIZA
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Como a su
abuelo, también a él le seducía la soledad y el recogimiento. Gustaba, por
ello, de los lugares apartados y de los espacios abiertos de una tierra,
abandonada inopinadamente por sus gentes, para irse a vivir hacinados a la gran urbe.
Simplón, el tercero de la saga, solía dejar la Inmortal cuando se producían
grandes aglomeraciones de personal y ahora, para el Pilar, además de contar la
población con más de la mitad de los habitantes del viejo reyno de Aragón
acudían, como en rebaños, infinidad de gentes con la cabeza atada con un
pañuelico a cuadros. Bajó en la estación de la villa y buscó inmediatamente
como un sabueso, en el aire, el olor del otoño y la humedad ácida del
membrillo. Tomó el camino que conduce a la población pensando visitar primero
el caserío, así como el famoso castillo en ruinas y el hermosísimo templo
gótico-mudéjar que acogía, entre otra joyas que allí encontraría, la talla
inigualable de la Virgen del Mar que, según la leyenda, recogieron del mar los Sanjuanistas un día en que una tormenta enfebrecida, ahogó las naves y salvó a
los comendadores.
En sus primeros
pasos por los campos que rodeaban a la población comprendió que la elección de
aquella visita había sido un acierto. Los muchos campos abandonados del
cultivo, así como los brazales, las vaguadas y hasta el arroyo-río habían
desarrollado una vegetación salvaje e impenetrable que ofrecía, sin embargo, la
belleza de lo inmutable y la pureza de una naturaleza feliz.
Solía viajar,
Simplón (de la saga de los simplones), ligero de equipaje. Apenas un atillo con
lo más imprescindible, que era: una esterilla y una botella de agua. Dormía en
los soportales de las ermitas, aun en pleno invierno, y se alimentaba de los
frutos naturales, en esta época muy abundantes: arándanos, cerecicas de pastor,
avellanas, almendras, nueces, uvas, hongos y una suerte inagotable de raíces
que el conocía bien. En los ratos en los que dejaba descansar a unos ojos
agotados por la magnificencia de los colores, ocres y amarillos del paisaje de
aquel luminoso otoño, los tornaba hacia aquel libro de viajes que tanto gustaba
leer y releer. Era un librito de Pío Baroja en edición de bolsillo que llevaba
metido en el bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros. El valle estaba salpicado de pequeños huertos
con su pozo de agua cada uno, ya que desde tiempos inmemoriales los cariñeneros
(los carallanas) habían prohibido hacer azudes para desviar el agua de aquel
arroyo-río, que sólo bajaba por su cauce, en determinados periodos del año.
Tras la sentencia sobre el uso del agua pronunciada en la ermita de San
Cristóbal, ahora justamente abandonada en ruinas por los zarceros en venganza por tal resolución allí leída, la afición a los pozos
creció y se expandió como una plaga. Hoy día, la despoblación de un lugar en el
que apenas vive un centenar de habitantes (asisten cuatro niños a la escuela),
de los 1.200 habitantes que llegaron a poblarla en sus mejores tiempos, hace
que muchos de estos pozos estén cegados y abandonados.
Tras pasar las
escuelas y dejar a la izquierda el edificio de la vieja cooperativa
vitivinícola (símbolo de la decadencia del lugar), giró a la derecha por la avenida de la Banda de Música para
contemplar el ábside de la iglesia y comenzar el recorrido urbano por las ruinas
del castillo Sanjuanista, antepecho de la iglesia.
No dejaba de
asombrarle, al muchacho, los recios torreones de aquel castillo que en su
apogeo debió gozar del beneplácito de los Sanjuanistas. Adosada a dicha
fortaleza tenía, y aún tiene, a la iglesia de Nuestra Señora del Mar que es de
estilo gótico con una sola nave. La
torre en su base muestra las trazas y restos de haber sido torreón del
castillo, al igual que lo parece la estructura de la capilla de la Virgen del Rosario. Gustó de
merodear por el interior del templo por contemplar, si acaso había, alguna joya
del arte religioso. Y, desde luego, que quedó satisfecho. Admiró el San
Francisco de Tristán, la talla gótica en alabastro de la Virgen del Mar y el
retablo renacentista de la Virgen del Rosario a tribuido a Gabriel Yoli. Luego
percibió, colgadas de una pared, un pequeño retablo con pinturas góticas procedentes de
la ermita del Esconjuradero, una tabla con lacas chinas y un órgano traído en
carro desde Daroca por obra y gracia de un cura zarcero que ejercía su
ministerio en la Ciudad de los Corporales. En las sacristías, que ocupan toda la
cabecera del templo, encontró otras cosas, también, dignas de mención. Le llamó
poderosamente la atención un cuadro de un pintor de Ejea de los Caballeros que
respondía al nombre de Vicente y se apellidaba Berdusán, la pieza es barroca,
del siglo XVII, pero que se encuentra mal conservada. Al lado, un Cristo románico
del siglo XII, bien restaurado y de incalculable valor. Otras tallas menores
son de Santa Quiteria y San Roque.
En estas se
entretenía el muchacho cuando oyó el tercer y último toque de campanas,
anunciando la misa. Así que, aprovechó para escucharla y a su vez contemplar la
capilla de la Virgen del Mar, en cuyo altar y sobre las antedichas lacas chinas
se iba a celebrar la Santa Misa.
El cura, mosén
Ernesto Valenzuela, era hombre de desgastada humanidad, andares torpes y verbo
obtuso. Hecho al hábito de la rutina y a un público poco exigente, despachaba
la misa como cosa rutinaria y sin importancia. La homilía la reducía a dar
algunos avisos pertinentes a su ministerio y poco más. Tenía un latiguillo o
frase hecha que repetía constantemente y que metía viniera o no a cuento, se
trataba del consabido: “Ya digo”, que algunos monaguillos para distracción del
tedio, osaban, algunos días, contar el número de veces que era repetida en el sermón.
Salió, Simplón,
al aire puro de la mañana tras oír misa y comulgar con recogimiento cristiano en la capilla de la Virgen del Mar.
Tomó el camino, con ánimo decidido, dejando a la espalda la Sierra de Algairén.
Algairén, según dicen en el lugar, es topónimo árabe que puede traducirse por
la Sierra de las Lagunas. Así parece y así debe ser puesto que todas las aguas
que arrojan sus laderas por medio de riachuelos y barrancos, van a dar a un
amplio valle endorreico donde hoy día existe un cuidado santuario bajo la
advocación de la Virgen de Lagunas. La sierra, abundante en carrascas y pinos,
fue en tiempos paraje por el que cazó Jerónimo Zurita cuando llegó hasta el
pueblecito de Alpartir para escribir la historia de Fernando II el Católico,
luego de dejar ventilado sus famosos Anales.
Frente al
portal de la iglesia y, mirando al sur, vio un cerro con una ermita en su cima.
La ermita que fue quemada por los franceses, tiene un campanil junto al lugar donde
antes había una pequeña torre desde la que el ermitaño avisaba de los peligros, o si acaso las guerras o los bandoleros hacían prsencia en el valle del
río Frasno atravesando el puerto del Alto de San Martín. También, se avisaba de la llegada de gentes inéditas y desaconstumebradas. La ermita
llamada de Santa Cruz tiene todavía una campana que el visitante toca, nada más
subir, en memoria de los tiempos pasados. A sus faldas se combinan las encinas
y los pinos y luego, más abajo, cuando la montaña toma la forma de la solanas pardas, aparecen viñas, almendros, yermos y cereal.
Bajó con
parsimonia las anchas escaleras de una plaza que si primero tuvo el sonoro
nombre de La Constitución (en le trienio liberal 1820-23), ahora, lo tiene del fundador de la Banda de Música
del lugar Don Luis Pérez del Corral. La Banda es la institución más querida y respetada entre sus habitantes y goza, además, de la fama de ser la más antigua de Aragón.
Giró, Simplón,
a la izquierda por la calle de Lagasca hasta la plaza Alta o del maestro Isern
sin más cuidado de ir por el medio para
evitar las aguas de unas canaleras, que caen siempre sobre la vía. Mas adelante
y acabando la calle hubo en tiempo arco de entrada que tiró un camión al
descargar guano y no bajar a tiempo la caja. El alcalde de entonces pensó que,
mejor cumpliría, tirarla del todo y excusarse de estorbos. Así fue y, desde el
arco en adelante, es carretera de Cariñena; que antes fue Camino Real y, mucho
antes, Calzada o Vía Romana que enlazaba la Inmortal con Laminium. De tal calzada se han encontrado restos de un miliario que conserva el viejo cartero (Lázaro), como oro en paño.
Recordó, Simplón,
que en los corrillos del lugar, al carasol de la Espeñas, le habían contado que
por aquí pasaba antes todo el tráfago de carretas y gentes que llegaba o salían
de Zaragoza. El mismo Cervantes, que hasta Pedrola y Alcala de Ebro había acudido en una ocasión
a buscar cartas del duque de
Villahermosa para ir a la guerra, hizo pasar al celebre Don Quijote y dormir en
el Ventorrillo. De todo ello habían escritas algunas historias que dicen perdidas pero, al parecer, ciertas. Tampoco es menos cierto que Juan Antonio
Pellicer jugara por estas peñas de zagal poco antes de irse a Alcalá de Henares a buscar y
encontrar (esto si que es cierto) la partida de nacimiento de don Miguel.
Ya estaba a
punto de abandonar la villa de Lagasca cuando topó con un peirón, acabadas la
eras. Es de San Antonio Abad e indica que en el lugar había en tiempos hospital para
acoger a viajeros y peregrinos del Santo Grial o de San Vicente Mártir. Pues, hasta 1918 todos pasaban por aquí y giraban por la ermita del humilladero para
dejar, a la espalda, a la población. No en vano la villa perdido a favor de
Paniza, la vía pedestre, para conseguir y ser compensada con un moderno
ferrocarril. Esto sucedió en el año del señor de 1932, fecha memorable en la cual se terminó la construcción del llamado Caminreal que enlaza esta población turolense con Zaragoza y que acortaba el trayecto de Valencia a París. Desde entonces por este moderno medio de transporte
se sacó la uva de regalo (Cribatinaja), el moscatel y la pajarilla que tanta
fama cobró y de la que todavía hay memoria.
Siguió
carretera adelante sin otra preocupación que contar cepas, observar los pájaros o entretenerse en
seguir la línea de los emparrados. De como éstas vides formaban figuras geométricas
perfectas alargándose a veces hasta alcanzar la línea del horizonte. Alzó la
vista a su derecha y vio, sobre el monte de la Prisca, la blancura de un
edificio que fue famoso restaurante de carretera antes de hacerse la autovía
Mudéjar. Y más en lo alto, haciendo honor al nombre, el santuario de la Virgen
del Águila ya en el término municipal de Paniza. Cruzó pronto el Puente de la
Pala sobre el ferrocarril y por la cruz
de la cabaña se deslizó a la derecha. Bajó hasta la Tejera que era y es un pago,
a ambas orillas del Frasno, rico y abundante en frutas. De ahí en adelante el
camino sinuoso se entretiene entre viñedos cada vez más abundantes hasta formar
un monocultivo total y singular. Paniza trabaja bien el vino y sus vecinos no
dejan ni el más mínimo espacio para la ociosidad de la tierra blanca. Nada más
atravesar la autovía por debajo de un puente llegamos a la carretera nacional,
ahora solitaria, y a la cooperativa de vino de Paniza. Al otro lado está el
pueblo, que es señorial, de muy buenas construcciones en ladrillo. Delante del
arco de entrada hay un bar en el que es preciso parar a reponer fuerza y que te
ofrece sabrosos aperitivos, lujosamente cocinados.
Inició luego, Simplón, el recorrido por este lugar. Y, de todo lo que vio y observó daremos cuenta en el próximo capítulo que continúa con las nuevas andanzas del nieto de Simplón.
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FOTOGRAFÍAS DE PANIZA