IV
EL
TEJEDOR DE ALBARRACÍN
A la vuelta
de un camino, Alvarito divisó Albarracín a lo lejos, sobre cerros blancos y
amarillentos, en un cielo azul, tachonado de nubes como bloques de mármol.
Cuando Álvaro
vio Albarracín desde larga distancia, le
dio la impresión de que debía de ser ciudad importante y grande.
Pararon en
una posada de las afueras, y Álvaro se lanzó a subir por la principal calle de
Albarracín, y se encontró, con sorpresa, con un pueblo vacío. Era día de
fiesta, Jueves Santo; no se veía un alma por ninguna parte.
Pensó si la
gente se hallaría en la iglesia; pero, no; en la ancha nave habría quince o
veinte personas en conjunto; entre ellas un vendedor de carracas y a la derecha
una carraca grande.
Llegó a la
parte alta de la ciudad, donde se terminaban las casas. Aquel pueblo trágico,
fantasmático, erguido en un cerro, con aire de ciudad importante, con catedral
y sin gente en las calles, ni en las ventanas, le produjo enorme sorpresa.
Bajó de nuevo
por la misma cuesta, contemplando algunos miradores en las aristas de los
edificios y las rejas con sus adornos y sus clavos. Dos o tre mujeres, vestidas
de fiesta, con pañoleta de color, y tres o cuatro hombres, formaban en conjunto
toda la población vista por él en Albarracín.
Marchó a la
posada, comió y, en compañía del Peinao,
fue después a un café pequeño, en donde se reunían docena y media de personas.
Estaban el
boticario, hombre ya viejo, de aire cansado y burlón, con gorro griego en la
cabeza, y el maestro de escuela, tipo famélico y mal vestido, que parecía
representar el pedagogo descrito por Villegas burlonamente en un epigrama:
Aquel que con tanta gloria
anda enseñando el Francés,
la Gramática y la Historia,
y los dedos de los pies.
El Peinao conocía a todos y los presentó a Álvaro
en la reunión.
Entre ellos
hablaba un hombrecillo flaco, chato, tostado por el sol, con calañés en la
cabeza, de mal aspecto, con los ojos torcidos, que parecía un chino. Este
hombrecillo sorbía de cuando en cuando un poco de aguardiente de una copa.
El hombre aquél
hablaba muy bien. El Peinao dijo que
era de oficio tejedor. Le llamaban el Epístola. Había vagabundeado por España y
vivido y trabajado en Lyón. (Tomado del
capítulo IV de La nave de los locos, Pío Baroja)
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