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martes, 12 de noviembre de 2024

Noviembre2024/Miscelánea. LA AGITACIÓN HISPANA POR MANUEL LUCENA GIRALDO

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La agitación hispana

Manuel Lucena Giraldo

Dicen los que saben de conmemoraciones y celebraciones que, si una sociedad es ignorante respecto a su pasado, sustituye la historia, que sirve para restaurar la complejidad y alumbrar opciones de libertad, presentes y futuras, por una memoria mítica. Es decir, un relato ficcional que responde a intereses particulares, partitocráticos, demagógicos y populistas. La economía moral de este razonamiento no disimula la virtud momentánea que puede poseer la ficción: textual, en imágenes, en 3D, o producida por inteligencia artificial.

En efecto, las virtudes del consumo cultural de este placebo son indiscutibles. El hecho de mirar para otro lado puede, hasta debe, resultar muy reconfortante. Sin embargo, tanto el efecto de purga que posee –la imaginación no resuelve los problemas, pero, mientras, nos tiene entretenidos–, como el relegamiento moral que implica, –pues la ficcionalización desarma vidas y haciendas, además de descomponer la meritocracia–, aumentan la zozobra.

Ésta no desaparece nunca. «Lo que ocurre con nosotros (los hispanos) es que no sabemos lo que nos pasa», podríamos señalar, al tiempo que intentamos entender, es decir, ensayar, al modo de Montaigne y Ortega, algún punto de vista que alumbre algo distinto. Como se puede observar en los escritos que siguen, hay ciertos consensos entre los autores que llaman la atención. El primero tiene que ver con la evidencia de que en el pasado hubo algo que se hizo bien, que hicimos bien, a nivel global. La monarquía hispana de la primera globalización tuvo su dosis de milagro. En términos políticos y culturales funcionó. Por más que los mantras decimonónicos se empeñaran en acusarla de toda clase de desatinos, el destilado barroco en el que se concretó logró una cuadratura del círculo virtuosa y flexible. Lo suficiente para ir asimilando desde el siglo ilustrado componentes de jerarquía y orden no irreversibles, en el sentido de no ser constitucionalmente contradictorios. O si se quiere, con suficiente capacidad de autocorrección y reconversión. Esa modernidad, para entendernos, tan napolitana e iluminista, representó un proyecto imperial e ilustrado posible, convincente y operativo, dentro de lo real y no sólo de lo imaginado. Sus élites de etnicidades diversas contaron con un arsenal de ideas capaz de disimular las rigideces, de asimilar que expresaban una voluntad divina y hasta de definir una forma de ser nación española europea y americana anterior a la que dictaron los nacionalismos etnicistas del siglo XIX.

Duró hasta que llegó Napoleón y sus soldados mercenarios franceses, que liquidaron mediante una invasión destructiva la fábrica de la España imperial europea. Luego, la obligada y tortuosa independencia disgregadora en dos fases, de la América continental hasta 1825, de las provincias ultramarinas insulares en 1898, se verificó en un contexto guerracivilista inducido que expresó no el fracaso, sino la fragmentación previa de las élites imperiales españolas, irresponsables y cortoplacistas. Resulta fascinante, éste es otro argumento crucial que se evidencia en las líneas que siguen, que los nacionalismos fundacionales hispanos fueran tan convergentes. Tanto quienes diseñaron la España del siglo XIX, como los que fabricaron «del aire» las repúblicas de Chile o Venezuela, o el Imperio de México, partieron de materiales similares. Empeñados en parecer diferentes, en el atroz mundo competitivo de los imperialismos británico, francés, belga, estadounidense o alemán, optaron por la mímesis, la carrera supuestamente virtuosa para parecerse en algo automutilándose a modelos invencibles de capitalismo global competitivo. Estos han acabado por durar menos que el propio Imperio español. Al menos en su capacidad de representar una globalización ecuménica y no –tan– incendiaria.

Al fin, debemos preguntarnos por los desarrollos recientes de tanta agitación hispana. El gran contraste entre la densidad y fortaleza de los vínculos históricos y culturales y la debilidad de las relaciones políticas, económicas y hasta simbólicas, apunta, sin novela que lo remedie, a un problema, que somos nosotros. A los términos de nuestra conversación y presencia globales. Somos comunidad, pero no sabemos cómo.

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