A Dios se le rompió el botijo y, el agua derramada, produjo el Diluvio Universal.
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BOTIJOPEDIA
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BARRILUS AQUOSUS
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Tan cierto como que Teruel Existe es,
el hecho, de que exista la BOTIJOPEDIA. Una obra de estas características nunca
tiene fin y, cada cual, pude/debe aportar su parte al conjunto de saberes sobre
este sencillo, universal y antediluviano utensilio de barro cocido. El objeto en
cuestión es de una simpleza tal que, bien puede compararse con el principio de
la palanca. Uno y otra en un momento determinado y con el suficiente apoyo
pueden o han podido mover el mundo. El botijo, con su agua fresca ha saciado a millones y millones de gargantas durante miles y miles de años y, con ello, ha movido los brazos de los hombres durante el trabajo como un perpetuum mobile. Y, aunque
solamente sea por la referencia a cantidades tan elevadas, al botijo, al humilde
botijo, debemos rendirle un momento de nuestro tiempo y reconocerle “los
servicios prestados”.
Cuando yo era zagalote, centenares de
veces he bajado al Alfambra o he acudido a una fuente a llenar el botijo.
Siegas, trillas, acarreos y demás labores del campo llevaban implícitas la
presencia del botijo en el “ropero” o choza en que lo depositábamos, para que el
barro mantuviera fresca el agua.
De todas las anécdotas oídas sobe el
botijo, una que me hizo en su día mucha gracia, es la siguiente. Sucedió en el
puerto de RETASCÓN, nada más pasar Daroca hacia Zaragoza. A mitad de subida al puerto hay, todavía, un descansadero donde solían
parar los coches y camiones para dejar enfriar el motor y, a su vez, para tomar
el chófer un poco de agua. Aquel año era de mucha sequía y la fuentecilla
apenas dejaba salir un hilillo de agua que se recogía en una clóchina no mayor
que una alpada formada por las dos manos juntas.
El abuelo, que no tenía nada que
hacer por las tardes en casa y que vio la
ocasión que ni pintiparada, cogió el botijo y se marchó al puerto. Allí, en el
descansadero, daba de beber a los transeúntes con su botijo de agua fresca por
el módico precio de una peseta. Cuando el agua del botijo se agotaba,
debía volver a llenarla. Para ello, aprovechaba el momento en que no había
gente y, amorrándose a la clóchina, cogía con su boca el agua de la fuente y la
echaba luego, por la boca del botijo, hasta llenarlo. Una vez lleno lo dejaba un rato que sudara en la sombra de los matorrales. Los camioneros decían no haber tomado nunca agua más fresca
y sabrosa que aquella.
En abuelo se dejaba de
contemplaciones y pedía su peseta por trago echado.
Migalánchel, en la década de los setenta del siglo pasado, va a la fuente de Pancrudo a por agua, con dos botijos.
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