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miércoles, 3 de octubre de 2012

Octubre2012/Miscelánea. JUANA, LA MOTORRITA. (EN EL NACIMIENTO DEL RÍO ALFRAMBRA)

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JUANA, LA MOTORRITA
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Por Chusé María Cebrián Muñoz
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En aquel duro trance, todo el dolor y toda la soledad de la montaña se agolparon en sus entrañas. Pedro, su marido, estaba en la trashumancia con el ganado, sin embargo ella había permanecido sola durante el invierno en el masico.  Quería ofrecerle a su esposo, cuando subiera de levante para la primavera, todo el fruto de aquel primer año de amor en matrimonio. A primera horas de la mañana había roto aguas y unos dolores intensos le abrían las entrañas en canal. Presintió que aquello no podía ser nada bueno, sin embargo, resistió el dolor con valentía. Poco después tuvo fuertes contracciones que produjeron un parto adelantado. Juana, se sintió aterrorizada, comprendió que el hijo que esperaba venía de improviso y ella se encontraba en aquella soledad desamparada. Llamó a gritos en vano. El silencio lo envolvía todo.  En la soledad del masico dio a luz un niño casi formado. Había nacido muerto. Ella, sin embargo, lo lavó con agua de lluvia que recogía en un balde y que había puesto aquella noche a calentar en el hogar. Lo vistió con primor y lo arrulló en su regazo. Le cantó las dulces canciones que su madre le había cantado a ella de niña y le dio calor y protección. Era el hijo de sus entrañas, el hijo del masovero Pedro, el mejor pastor de la montaña. Cuando su madre subió al masico aquella tarde a ver a su hija quedó aterrorizada por la escena. Los ojos de Juana permanecían perdidos en un abismo fatal. Seguía acunando a su hijo como si éste estuviera vivo. A su alrededor sólo existía el vacío y el desconsuelo. Su madre a duras penas pudo retirarle el niño del regazo, tal era el sentido maternal que se había apoderado de Juana. Enterraron al feto en un cerrado junto a la ermita y su madre se la bajó a la masada grande. Su hija Juana, La Motorrita, se había vuelto completamente loca.
Su madre la había parido entre los mecos, bien avanzada ya la primavera de aquel año de sequía total. Creció, flaca y argellada, en un mundo que no iba más allá de las fuentes del Alfambra. A la escuela del pueblo fue lo justo para aprender alguna labor, a leer y a escribir medianejo. Pasaba, pues, los días entre las labores de la casa y las del campo. Si de noche había bureo en alguna masada, ascape se lavaba la cara y se repeinaba, se cambiaba de muda y se colocaba en el pelo aquella cinta roja que sus padres le compraron un año en la feria de Cedrillas. Su hermano le hacía rabiar y la molestaba inquiriéndole de continuo si iba a buscar novio. No buscó novio, no hizo falta. Cuando sus padres comprendieron que la hija estaba en edad casadera, hablaron con los dueños de la masía del Verdejo Alto. Contrataron aponderador y  una noche de invierno,  una noche estrellada, con calma fría, fueron a casa del novio. Teniendo  los animales en las majadas, a buen recaudo, ajustaron los hombres la hacienda del mozo y el ajuar de la moza. Los casaron para la Sanmigalada en la ermita de Santa Quiteria. Bajaron, luego, a la feria de Cedrillas a comprar abríos. Los instalaron en un masico de medianas dimensiones, pues eran todavía pocos brazos para llevar adelante una hacienda mayor. Cuando tuvieran hijos en edad de trabajar, si era el caso, ya les darían una masada más grande. Tierra había de sobras y no se llegaba a ocupar todo el territorio. Juana y Pedro ya hacían vida de casados. Desde el día de la ceremonia nupcial ya se fueron a vivir al masico. No tuvieron Luna de Miel. Ni sus padres, ni el cura, les habían explicado nada referente al sexo. Consideraban que eso era una cosa natural y que no merecía la pena perder el tiempo en ello. Sólo su hermano le hablaba del tema pero siempre referido a los animales. Expresiones como “cubrir a la hembra” o “echarla al macho” eran cotidianas en su mundo. El masico no tenía luz eléctrica, todavía. Por eso, la primera noche que durmieron juntos fue aún más complicada. Subieron con una vela hasta la Sala Grande donde tenían la alcoba. La cama era de hierro fundido, el colchón, de buena lana bien mullida. ¿Juana, tienes miedo? Le pregunto él. No Pedro, estando contigo, no. Aquella noche se levantó un temporal de viento y nieve en toda la sierra de Gúdar. Las viejas ventanas, mal ajustadas, chirriaban. Los machos en la cuadra empezaron a inquietarse y las gallinas y conejos en los corrales colmaron la noche de ruidos y gritos ininteligibles. Se acurrucaron juntos y abrazados en la cama. Pronto hicieron hueco en aquel colchón que tan primorosamente había preparado su madre. En aquel silencio interior de la alcoba, acosada ahora por los elementos extraños de la casa, ella le preguntó como en un suspiro. ¿Pedro, me quieres? El le contestó besándole en las mejillas y acariciándole el pelo. Sintieron de pronto un entrañable afecto el uno por el otro y comprendieron que su unión era necearía para llevar adelante la vida en aquella tierra tan dura. Luego, sus labios se encontraron y sus besos rozaron la castidad más pura. Ella notó la virilidad de su marido y también ella sintió deseos del encuentro sexual. Dejó que su marido la cubriera con calma y con sosiego. No permitió que sus labios emitieran el más mínimo quejido de dolor. Esa noche ella aprendió a quererlo y él la amó desesperadamente dejándose vaciar en el interior de ella. Por fin el cansancio los venció y el sueño se apoderó de sus párpados cerrados por la oscuridad. De mañana cantó el gallo y las contraventanas se golpearon con el aire fresco de la mañana. ¡Mira, Pedro…ha nevado! Pedro se restregó los ojos y le dijo a su mujer: esto es señal de buen augurio. Seguro que Dios nos bendice con un hijo y nuestra hacienda crecerá y será próspera. ¡Pedro!, le contestó Juana, ¿sabes que eres un soñador…? Se miraron y se rieron el uno del otro. Entonces supieron que eran marido y mujer. Pedro y Juana se fundieron de nuevo en la soledad de la alcoba, de la Sala Grande, del masico, de las frescas y verdes tierras del alto Alfambra. Al año que viene, dijo Pedro, iremos a la FERIA DE CEDRILLAS.