EN EL PESEBRE, LAVANDA SECA
(En a peseprera, espígol xuto)
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Por Chusé María Cebrián Muñoz
Érase una vez -así comienzan los verdaderos cuentos- una niña que vivía a 53 kilómetros de la ciudad de Madrastra. Al nacer era un poco mayor que un ovillo de lana con carita de manzana esperiega. Como era costumbre, le nombraron padrinos y estos meditaron sobre qué nombre le pondrían a una “cosa” tan menuda y tan delicada. Unos días antes del bautismo todavía dudaban entre los cuatro nombres que barajaban: Marina, Escolástica, Aurora y María del Mar. Finalmente optaron por este último y todos la llamaron desde entonces Marimar. Tenía a sus padres, desde hacía tiempo, más que preocupados por su gran sensibilidad y por su precaria salud. Apenas sostenía sus diez añitos sobre unos pies diminutos. Su cuerpo, también menudo, lo coronaban dos cortinillas de pelo lacio que caían sobre sus mejillas pálidas. Ocultaba dos pequeños ojitos muy al fondo de la cara y sus labios apenas dejaban intuir una línea quebrada semidibujada entre la nada. Vestía como un chico y tenía la fuerza y el tesón de una niña. A la salida del colegio, jugaba entre la áspera maleza de Las Espeñas con los niños de su edad. También ayudaba al mosén en la misa de los domingos sin mucha convicción, mientras vigilaba las figuras de los santos apostadas a la entrada de las capillas. Le gustaba el reflejo de luz que los dos óculos de la capilla de la Virgen del Rosario mandaban al medio día sobre el retablo acristaladamente barroco de la Virgen del Mar. Parecía un juego entre hermanas, entre vírgenes. Ella soñaba a veces con la Virgen del Mar y hasta sentía el vaivén de las olas del mar sobre su almohada. Nada más empezar el otoño había comenzado quinto de primaria en el colegio de su villa natal, a la vez que habían vuelto los persistentes dolores de estómago y los vómitos. Sus padres la bajaron al médico sin resultado alguno. No tiene nada, le dijo la doctora a los padres mientras la miraba a los ojos tratando de penetrar en los pensamientos de la niña. Será tristeza o quizá esa sensación de vértigo frente al vacío de los días y la rutina de las horas -soltó a bocajarro la doctora, dándoselas de psicóloga-. De vuelta a casa se entretuvo bajo la liloilera (Syringa vulgaris) de Las Acequias a recolectar flores y frutos del otoño. Su conocimiento de la naturaleza crecía día a día y, particularmente, el de las especies que crecían de forma natural en los alrededores de la villa. Sus padres no la dejaban alejarse mucho más allá de los peirones y le recriminaban su poco afán por la lectura, pero ella, que era intuitiva y curiosa, había aprendido a leer en las plantas, en los pájaros, en las nubes que traía y llevaba el viento de la Sierra de Algairén, más que en esos librotes gordos y aburridos.
Aquella noche, al acostarse en la
cama, puso la mano debajo de la mejilla en una posición que era una forma de
acomodo y de sosiego a la vez. De repente sintió que un suave aroma llegaba
hasta su nariz. Era un olor profundo y muy grato. Se incorporó del lecho
tratando de adivinar el lugar de procedencia. Si acaso, serían vahos que su
madre habría puesto en la habitación por prescripción médica. Sin embargo, nada
vio ni nada encontró que diera respuesta a su curiosidad. Decepcionada, procuró
dormir de nuevo y, al pasar la mano por la nariz tratando de arrebujarse en el
lecho, volvió a sentir el aroma en su interior. Aquel olor de nuevo, aquel
aroma cálido y penetrante, aquella sensación de paz y de sosiego le permitió
dormir sin el más mínimo dolor y sin el más lejano temor. A la mañana siguiente
continuó sintiéndose bien, y al día siguiente y al siguiente. El cambio fue
radical y sus padres tampoco acertaban a explicarse lo sucedido. Pero ella
volvió a hacer el recorrido del día anterior paso por paso, punto por punto,
tratando de descubrir qué planta había impregnado el aroma de su mano. Miró,
olfateó y probó todo tipo de bayas y frutos otoñales hasta dar con la planta
que le daba aquella sensación de seguridad y tranquilidad que ella necesitaba.
Su mano acarició sus espigas y al instante toda una sinfonía de aromas la
inundaron de nuevo. Había encontrado el remedio para su mal en el conocimiento
de la naturaleza, en la maravilla de la creación, en el don que cada día nos dan
las plantas. Guardó su secreto como el que guarda el mayor de los tesoros. Nada
dijo a sus padres ni a sus amigos del colegio y, sin embargo, desde aquel día
tomó con más ahínco el estudio de la botánica y no descuidó sus paseos por el
campo observando y clasificando plantas.
En la parroquia, un cura joven estaba
preparando la Navidad con todos los niños del lugar. A la caída de la tarde
otoñal, cuando el sol se descuelga suavemente sobre las serratillas de poniente
y deja onduladas brumas blancas acariciando el estrecho valle del río Frasno,
Marimar dejaba sus tareas y marchaba hasta los muros mudéjares del imponente
templo. Tenían que hacer un belén viviente y recrear los personajes que se
relatan en los Evangelios. Los preparativos fueron largos pero, por fin, todos
tuvieron su papel. La escenificación de la Navidad se hizo conforme está
reflejada en una pintura que cuelga de los muros de la iglesia. Se trata de un
coro de ángeles en lo alto de una nube con un cartel que dice: “Gloria In
Excelsis Deo”. Debajo, un grupo de pastores con instrumentos musicales adoran
al Niño mientras le ofrecen un corderillo. En la escena central la Virgen y San
José presentan al niño que yace sobre una inmaculada sábana blanca. Sin
embargo, en la representación de ese año se hizo un pequeño cambio: el niño
Jesús no dormía sobre un lienzo blanco, no. El niño Jesús apareció dormido
sobre un lecho de espliego en el pesebre del portal de Belén. Solo los padres
comprendieron entonces el “milagro” que se había operado en su hija. Miraron,
cómplices, a su hija y le sonrieron. Con los años Marimar fue a estudiar a
Madrastra. Eran las 20 horas de un 24 de diciembre de 2010 y estaba redactando
una biografía del gran botánico encinacorbero, Mariano Lagasca. Sobre la mesa
de su laboratorio de la Universidad de Madrastra tenía una probeta con un
manojito de lavanda en su interior. Por un instante su mirada tropezó con el
espliego, recordó nostálgica aquellos hermosos días de su infancia y apenas
pudo contener las lágrimas. El tiempo había pasado tan rápidamente y ya habían
dejado su existencia tantos seres queridos… Sonó el móvil y oyó al otro lado
del auricular una vocecita tierna y tímida que le decía: “Mamá, te esperamos
para cenar”. ¿Recuerdas…? es Nochebuena.