LOS CAÑOS DE GÚDAR EN
EL ALTO ALFAMBRA
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Con toda seguridad, cuando
Prometeo fue en busca de la verdad, la luz y el fuego, subió a las fuentes del Alfambra.
Este es un secreto férreamente guardado entre algunos habitantes del valle.
Cuando Rufino Escuder Zaera, natural de Orrios y autoproclamado ciudadano del mundo,
quiso saber la verdad de todas las cosas, tomó la tienda de campaña, una
linterna, un mendrugo de pan y subió
aguas arriba de los Alcamines en busca de las luces y los colores
verdaderos. No sabemos si encontró todo aquello que buscaba pero, a su vuelta,
sus ojos brillaban esplendorosos y en su rostro se alcanzaba a ver la paz
interior de un alma sosegada de
felicidad. Seguro que llegó a los Caños de Gúdar, paraje en el que antiguamente
el río tomaba el nombre de “blanco”, y que intuitivamente seguiría hasta la
parte última y más alta del incipiente río. El barrio de masías conocido como
Motorrito y la ermita de Santa Quiteria ofrecen una visión más relajada y
alejada ya del batir de las aguas en la zona de los Caños. Aquí, en estas
verdes praderas en las que las vacas pastan con total mansedumbre, los historiadores
y sociólogos anotaron en sus vitelas la esencia de la vida de los masoveros. El
Alfambra, por aquellas casualidades de la vida de los hombres es un río que
permanece virgen, desde sus orígenes hasta su desembocadura en el Guadalaviar
por Entrambasaguas ya en Teruel. También, fruto de la luz y de las aguas del
Alfambra, vio la luz en este valle fray Simpliciano, ejemplo de abnegada sumisión
y servicio a los demás. Pero, de todas las personas y personajes destacados a
lo largo de la historia de estas altas montañas, destaca por su grandeza, la
historia de Juana la Motorrita. Esta mujer, cuyas vicisitudes entrelazan lo
real con lo imaginario y de cuyos sucesos no se han podido encontrar documentos
escritos, es ejemplo de una vida que discurría más allá de lo que para una
mujer era posible soportar tras la soledad y el silencio de unas montañas
olvidadas. Reproducimos aquí el texto, integro, encontrado en una vitela
guardada en un viejo arcón que permaneció cerrado con tres llaves y que
sobrevivió a todas las guerras que asolaron esta parte de Aragón.
Dice así: “JUANA, LA MOTORRITA. En
aquel duro trance, todo el dolor y toda la soledad de la montaña se agolparon
en sus entrañas. Pedro, su marido, estaba en la trashumancia con el ganado, sin
embargo, ella había permanecido sola durante el invierno en el masico. Quería ofrecerle a su esposo, cuando subiera
de levante para la primavera, todo el fruto de aquel primer año de amor en
matrimonio. A primera horas de la mañana había roto aguas y unos dolores
intensos le abrían las entrañas en canal. Presintió que aquello no podía ser
nada bueno, sin embargo, resistió el dolor con valentía. Poco después tuvo
fuertes contracciones que produjeron un parto adelantado. Juana, se sintió
aterrorizada, comprendió que el hijo que esperaba venía de improviso y ella se
encontraba en aquella soledad desamparada. Llamó a gritos en vano. El silencio
lo envolvía todo. En la soledad del
masico dio a luz un niño casi formado. Había nacido muerto. Ella, sin embargo,
lo lavó con agua de lluvia que recogía en un balde y que había puesto aquella
noche a calentar en el hogar. Lo vistió con primor y lo arrulló en su regazo.
Le cantó las dulces canciones que su madre le había cantado a ella de niña y le
dio calor y protección. Era el hijo de sus entrañas, el hijo del masovero
Pedro, el mejor pastor de la montaña. Cuando su madre subió al masico aquella
tarde a ver a su hija quedó aterrorizada por la escena. Los ojos de Juana
permanecían perdidos en un abismo fatal. Seguía acunando a su hijo como si éste
estuviera vivo. A su alrededor sólo existía el vacío y el desconsuelo. Su madre
a duras penas pudo retirarle el niño del regazo, tal era el sentido maternal
que se había apoderado de Juana. Enterraron al feto en un cerrado junto a la
ermita y su madre se la bajó a la masada grande. Su hija Juana, La Motorrita,
se había vuelto completamente loca.
Su madre la había parido entre
los mecos, bien avanzada ya la primavera de aquel año de sequía total. Creció,
flaca y arguellada, en un mundo que no iba más allá de las fuentes del Alfambra.
A la escuela del pueblo fue lo justo para aprender alguna labor, a leer y a
escribir medianejo. Pasaba, pues, los días entre las labores de la casa y las
del campo. Si de noche había bureo en alguna masada, ascape se lavaba la cara y
se repeinaba, se cambiaba de muda y se colocaba en el pelo aquella cinta roja
que sus padres le compraron un año en la feria de Cedrillas. Su hermano le
hacía rabiar y la molestaba inquiriéndole de continuo si iba a buscar novio. No
buscó novio, no hizo falta. Cuando sus padres comprendieron que la hija estaba
en edad casadera, hablaron con los dueños de la masía del Verdejo Alto.
Contrataron aponderador y una noche de
invierno, una noche estrellada, con
calma fría, fueron a casa del novio. Teniendo
los animales en las majadas, a buen recaudo, ajustaron los hombres la
hacienda del mozo y el ajuar de la moza. Los casaron para la Sanmigalada en la
ermita de Santa Quiteria. Bajaron, luego, a la feria de Cedrillas a comprar
abríos. Los instalaron en un masico de medianas dimensiones, pues eran todavía
pocos brazos para llevar adelante una hacienda mayor. Cuando tuvieran hijos en
edad de trabajar, si era el caso, ya les darían una masada más grande. Tierra
había de sobras y no se llegaba a ocupar todo el territorio. Juana y Pedro ya
hacían vida de casados. Desde el día de la ceremonia nupcial ya se fueron a
vivir al masico. No tuvieron Luna de Miel. Ni sus padres, ni el cura, les
habían explicado nada referente al sexo. Consideraban que eso era una cosa
natural y que no merecía la pena perder el tiempo en ello. Sólo su hermano le
hablaba del tema pero siempre referido a los animales. Expresiones como “cubrir
a la hembra” o “echarla al macho” eran cotidianas en su mundo. El masico no
tenía luz eléctrica, todavía. Por eso, la primera noche que durmieron juntos
fue aún más complicada. Subieron con una vela hasta la Sala Grande donde tenían
la alcoba. La cama era de hierro fundido, el colchón, de buena lana bien
mullida. ¿Juana, tienes miedo? Le pregunto él. No Pedro, estando contigo, no.
Aquella noche se levantó un temporal de viento y nieve en toda la sierra de
Gúdar. Las viejas ventanas, mal ajustadas, chirriaban. Los machos en la cuadra
empezaron a inquietarse y las gallinas y conejos en los corrales colmaron la
noche de ruidos y gritos ininteligibles. Se acurrucaron juntos y abrazados en
la cama. Pronto hicieron hueco en aquel colchón que tan primorosamente había
preparado su madre. En aquel silencio interior de la alcoba, acosada ahora por
los elementos extraños de la casa, ella le preguntó como en un suspiro. ¿Pedro,
me quieres? El le contestó besándole en las mejillas y acariciándole el pelo.
Sintieron de pronto un entrañable afecto el uno por el otro y comprendieron que
su unión era necearía para llevar adelante la vida en aquella tierra tan dura.
Luego, sus labios se encontraron y sus besos rozaron la castidad más pura. Ella
notó la virilidad de su marido y también ella sintió deseos del encuentro sexual.
Dejó que su marido la cubriera con calma y con sosiego. No permitió que sus
labios emitieran el más mínimo quejido de dolor. Esa noche ella aprendió a
quererlo y él la amó desesperadamente dejándose vaciar en el interior de ella.
Por fin el cansancio los venció y el sueño se apoderó de sus párpados cerrados
por la oscuridad. De mañana cantó el gallo y las contraventanas se golpearon
con el aire fresco de la mañana. ¡Mira, Pedro…ha nevado! Pedro se restregó los
ojos y le dijo a su mujer: esto es señal de buen augurio. Seguro que Dios nos
bendice con un hijo y nuestra hacienda crecerá y será próspera. ¡Pedro!, le
contestó Juana, ¿sabes que eres un soñador…? Se miraron y se rieron el uno del
otro. Entonces supieron que eran marido y mujer. Pedro y Juana se fundieron de
nuevo en la soledad de la alcoba, de la Sala Grande, del masico, de las frescas
y verdes tierras del alto Alfambra. Al año que viene, dijo Pedro, iremos a la
FERIA DE CEDRILLAS”.
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