San Millán de la Cogolla
Biografía
(Texto tomado de la Real Academia de la Historia)
Millán de la Cogolla, San. Emiliano.
Berceo (La Rioja), c. 470-473 – San Millán de la Cogolla (La Rioja), 21.XI.574.
Sacerdote, eremita, santo.
La vida de este santo ermitaño es
conocida únicamente por un relato hagiográfico, la Vita Sancti Emiliani,
compuesta por Braulio, obispo de Zaragoza, hacia el año 640. En realidad, la
Vita se compone de dos partes bien diferenciadas; la primera es una carta de
Braulio a su hermano Fronimiano, en la que explica las vicisitudes por las que
pasó para componer la obrilla.
Según dicha carta, Braulio supo del
eremita a través de sus hermanos Juan y Fronimiano. Éste le envió un memorial
donde testificaban el abad Citonato, los presbíteros Sofronio y Geroncio y la
virgen Potamia acerca de la vida de Millán. Con este material, Braulio puso
manos a la obra, pero al poco perdió las notas y no pudo continuar su trabajo.
La casualidad quiso que tiempo después, hojeando un códice, tropezara con ellas
y así dio remate a la Vita con la intención de que pudiera ser usada en los
divinos oficios del que ya era venerado como santo. Sin embargo, no contento
con su trabajo, pidió a Fronimiano que corrigiera la obra y la mostrara a
Citonato y Geroncio, que aún vivían, para que comprobaran su exactitud.
La Vita propiamente dicha es una
biografía de san Millán intercalada, como era lo propio del género
hagiográfico, con reflexiones piadosas y relatos milagrosos efectuados durante
su vida y post mortem. Millán (Emilianus en latín) era un pastor que, a los
veinte años de edad, decidió dejarlo todo y ponerse bajo la dirección de un
venerado ermitaño, de nombre Félix, que vivía in castellum Bilibium.
Convenientemente informado de la vida solitaria, se retiró a un lugar no lejos
de su villa natal, villa Vergegio, pero pronto la gran afluencia de devotos le
obligó a adentrarse en lo más profundo del monte, ad remotiora Dircetii montis
secreta, donde consumió en la soledad casi cuarenta años de su vida. La fama de
su santidad llegó finalmente al obispo Dídimo de Tarazona, en cuya diócesis se encontraba,
y fue ordenado obispo, encargado de la parroquia de Vergegio. Movido por su
radicalidad evangélica distribuyó los bienes de la iglesia entre los pobres,
por lo que fue denunciado al obispo por los otros clérigos y desprovisto de su
parroquia, acusado de dilapidar sus riquezas. Se retiró entonces de nuevo a la
soledad, pero esta vez a un lugar no muy lejano, viéndose pronto rodeado de
hermanos y hermanas deseosos de llevar su misma forma de vida.
Cuidado por ellos murió ya centenario, no sin antes haber profetizado la destrucción de la ciudad de Cantabria, que llevaría a cabo Leovigildo.
San Millán fue enterrado en su propio
oratorio, germen de lo que posteriormente fue el célebre monasterio que lleva
su nombre. Sin embargo, la topografía de la Vita plantea problemas de difícil
solución ya que si, por un lado, exige un ambiente riojano, por otro la
dependencia de este territorio del obispo de Tarazona, y no del de Calahorra,
como hubiera sido lo más lógico, está lejos de resolverse, aunque todo parece
indicar que, inexplicablemente, Braulio cometió un error de atribución de
jurisdicción eclesiástica.
Las reliquias de san Millán
permanecieron en su oratorio hasta el año 1076, en que fueron trasladadas al
Monasterio de San Millán de Yuso. La magnífica arca de oro, marfil y piedras
preciosas, fabricada en 1067, fue destruida por las tropas francesas en 1809,
aunque muchos de sus marfiles pudieron ser recuperados.
El culto a san Millán se generalizó
ya en época visigoda, convirtiendo posteriormente su sepulcro en un concurrido
lugar de peregrinación.
Bibl.: L. Vázquez de Parga (ed.),
Sancti Braulionis Caesaraugustani episcopi Vita Sancti Emiliani, Madrid,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), 1943; C. García
Rodríguez, El culto de los santos en la España romana y visigoda, Madrid, CSIC,
1966, págs. 351-355; T. Marín, “Millán o Emiliano”, en Q. Aldea Vázquez, T.
Marín Martínez y J. Vives Gatell (dirs.), Diccionario de Historia Eclesiástica
de España, vol. III, Madrid, CSIC, Instituto Enrique Flórez, 1973, págs.
1485-1486; I. Velázquez, Hagiografía y culto a los santos en la Hispania
visigoda: aproximación a sus manifestaciones literarias, Mérida, Museo Nacional
de Arte Romano, 2005, págs. 202-218; N. González Ruiz, “San Millán de la
Cogolla”, en Año cristiano, vol. XI, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos,
2006, págs. 267-276.
Miguel C. Vivancos Gómez, OSB
SAN MILLAN DE VERDEJO, DIOCESANO DE TARAÇONA
Su primer comentarista, san Braulio, en el 473, conjeturó su nacimiento en Torrelapaja, un lugar tenido como barriada del pueblo encastillado de Verdejo ¿Vergegium? todo ello en la raya defensiva que, habría entre los reynos de Aragón y Castilla, quinientos años más tarde de la citada fecha, cuando los fueron.
Aquellas tierras, presumen de ser su cuna, y curiosamente, guardan todavía el hospital de peregrinos, establecido para las gentes que allí llegaban, buscando el recuerdo del santo.
Y precisó incluso el citado san Braulio que, “sería de unos veinte años cuando dejando su ocupación de pastor, decidió acercarse a un anacoreta llamado Felices, a quien tuvo siempre como mentor y maestro”
El obispado de Taraçona -de cuya jurisdicción es Verdejo lo consideró desde muy pronto, un santo presbítero. Y en su Catedral -compartiendo protagonismo con san Gaudioso, san Prudencio y san Atilano, se guarda su busto relicario, aportado por el prelado Baltasar de Navarra, a mediados del siglo XVII.
No obstante, unos siglos más tarde de la cita de san Braulio, en las biografías de santos que recopiló Gonzalo de Berceo citó a un san Millán al cual consideró un riojano de nacimiento, y no tanto de adopción, aunque sin ir más allá de lo tenido como tradicional.
Para unos historiadores fue el citado por san Braulio. Para otros no. Parece que en ello“cada cual arrima el ascua a su sardina”. Y hay que andar con cuidado.
Aunque verdad es que, en la Rioja (castellana por entonces) sucedió lo más conocido de la vida de Millán, aragonés o castellano.
Al parecer, este pretendió la búsqueda de una íntima soledad, Su soledad.
Y por lo que fuera, eligió los montes ibéricos, donde se asistía al culto del dios Distercio, combatiendo tal anacronismo, y manifestando con su conducta, su cristianismo.
Sin embargo, aquella soledad buscada, muy pronto resultó tan inasequible como inalcanzable, al ser acosado -como lo fue, por gentes, que lo querían todo, fuera espiritual, material, saludable, incluso asistencial, de él.
Así que, veamos más.
Se tiene por cierto que, enterado de todo ello el prelado Dídimo, que ejercía al frente de la diócesis de Taraçona, y estimando que la notoriedad atribuida al tal eremita Millán era algo preocupante, quiso conferirle -y así lo hizo, que para eso era su obispo, las órdenes sagradas, y tras ello, controlarlo y convertirlo en un párroco al uso de la Iglesia ordinaria.
La decisión resultó abocada, al mayor fracaso. ¡Que bueno era el tal Millán!
Por supuesto que de nada malo se le acusó, pero al parecer, su liberalidad, su lejana o nula disposición a secundar las directrices de la autoridad eclesiástica establecida, etc. etc. aconsejaron a su obispo, a hacer con él, algo así como la vista gorda, dejándole resolverse a su manera.
Por ello, tras su corta experiencia digamos regular, aquel “inadaptable” regresó a su monte, situándose en un lugar donde, siglos después (hacia el año 930), y en su memoria, se ubicó el eremitorio mozárabe de San Millán de Suso.
Y cercano, muy próximo, el que también se elevó años más tarde en su recuerdo. El renombrado monasterio de Yuso (siglo XVI).
Ambos por fortuna, constituyen actualmente un reconocido patrimonio espiritual de La Rioja.
Esto, es incuestionable.
San Millán fue un ermitaño que, en su torno, generó numerosos seguidores, a los cuales ayudó con sus consejos.
Y se nos dice (es leyenda o tradición) que para ser consecuente con las órdenes recibidas, había de trasladarse regularmente, desde Suso a Berceo. Y allí cumplir como pudiera, con la parroquia de su pequeña comunidad.
El camino, cada vez más penoso, lo hacía con alguna cómoda bestia.
Pero sucedió que, según una leyenda -otra más-, un par de desaprensivos le asaltaron y le quitaron su dócil cabalgadura.
Y tras amonestarles por ello, y no poder convencerlos para que le devolviesen lo robado, ni corto ni perezoso nuestro Millán los condenó ¡a quedar ciegos!
Y aunque la leyenda se queda aquí, y no añade más, hemos de suponer que la ceguera, lo fue por un breve tiempo. ¡Que si no…!
No obstante, a partir de tal evento, dejó su mula, y aunque ya viejo, sencillamente encaminó el camino acompañado por algún discípulo.
Y sobre San Millán no sólo hubo lo narrado, sino que hubo algo más.
. Porque veamos.
Es igualmente tradición o leyenda, que manifestó -ya muy cerca de contar sus cien años- el don de la profecía.
Y así parece ser que, informado del pésimo estado de las costumbres en una localidad de Cantabria –al parecer, se conducían como en las bíblicas Sodoma y Gomorra- quiso advertir a los vecinos de aquel lujurioso lugar.
Y hasta allí se desplazó para que, todos supieran por él, del ejemplar castigo que iban a sufrir, si mantenían y no cambiaban, sus maleadas, corruptas y depravadas conductas. Si se obstinaban en ellas, -les aseguró, podían esperar, y pronto, un castigo irremediable e irreparable.
Nadie sin embargo le hizo el menor caso, que aquel viejo…
Pero lamentablemente se equivocaron, pues sucedió tal cual les profetizó, y la villa quedó, poco tiempo después, asolada y arrasada por las gentes visigodas del monarca Leovigildo, hasta el punto de desaparecer su memoria.
Poco después, hacia el 574 Millán falleció y por supuesto, en olor de santidad.
Al fin, nuestro personaje halló reposo en su querido lugar de Suso.
Un cronista de la época, y de estos personajes, da por cierto que sus compañeros y discípulos Aselo, Citonato, Geroncio, y alguno más que con Millán vivían una vida y un comportamiento de comunidad cristiana, continuaron, en torno al eremitorio de Suso.
De ellos, fue Citonato, el miembro o abad, más cualificado, hasta que los tres citados, tal vez mermadas sus facultades, se retiraron a otro monasterio riojano, digamos, más apropiado para sus situaciones.
Sus restos, no obstante, fueron recogidos para acercarlos a los de su amigo.
Pero como se verá, con ello no terminó todo lo atribuido a san Millán.
Porque, también es legendaria fama, que nuestro santo protagonista se afincó a su refugio de Suso.
Y cuando el rey García Sánchez III, el de Nájera, casi quinientos años más tarde de su muerte, quiso trasladar su sepulcro a santa María La Real de Nájera, donde reposan -como sucede desde su fundación- los miembros más destacados de la Casa Real de Navarra, es tradición (insistimos), que el intento para ello, fracasó estrepitosamente.
Se cita desde entonces, (devota y popularmente se interpretó como milagroso) el hecho singular de la imposibilidad formal, de poder trasladar el pesado féretro con los restos del santo.
Incluso, por supuesto, utilizando para ello una fuerte yunta de bueyes.
Y se difundió la noticia de que, a cada arreón que hacían los esforzados animales para arrastrarlo, aumentaba su peso, lo cual obligó a los intervinientes en el trabajo, a desistir de su pretensión, por muy ordenado que lo hubiera hecho el rey.
Que fue mucho este san Millán, ¡aragonés de Verdejo, o castellano de Berceo