LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO
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(A la memoria de Rufino Escuder Zaera, natural de Orrios y fallecido en Cataluña. Alma pura y espíritu indomable, descanse en paz.)
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(A la memoria de Rufino Escuder Zaera, natural de Orrios y fallecido en Cataluña. Alma pura y espíritu indomable, descanse en paz.)
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Apenas levantaba los pies del
suelo. Su caminar almohadillado se semejaba más al de una babosa que al de un
humano. Con suma lentitud bajaba por la calle de la Cuesta torcía a la derecha
y, luego, girando por debajo el arco de la villa llegaba al río. De vez en
cuando paraba para encender el cigarrillo o para meditar en voz alta. Las
calles solitarias hacían preciso eco de sus palabras. Al cruzártelo, en plena
calle, emitía un sonido ininteligible suave y rutinario. Parecía decir, te veo
y te siento… se quien eres. No eran precisas más explicaciones, pues, todo se
sobreentendía y cada uno iba a sus
tareas diarias con desapasionada cotidianeidad. La vida así, cómoda y pausada,
fija y predeterminada, era como los raíles de un tren, te permitían despojarte
de preocupaciones y entregarte a sueños fantásticos, mágicos y apasionados.
Tenía el huerto ubicado junto al río-arroyo Frasno, detrás de los pozos de toma
de agua corriente para las casas. Había logrado hacer de este espacio singular
un micromundo. Las zarzas y la maleza, junto a un nutrido conjunto de objetos
diversos que iban desde cabeceros de cama hasta somieres, le permitieron
perimetrar este espacio personal e intimo. Ahora, en invierno, la tierra
descansaba y solamente cardos, coles, berzas y escarolas ocupaban un mínimo
espacio del área cultivable. Es verdad que a medida que sus fuerzas iban
disminuyendo, año a año, de forma intuitiva, iba reduciendo el espacio
cultivado. De momento pasaba algunas tardes al carasol y meditando sobre la
próxima ubicación de cada tabla de cultivo. Para Santa Cruz (3 de mayo) sería
el momento de bajar a comprar plantero. Empezaría a plantar el cebollino y las
ensaladas en aquella esquina más fresca y así evitaría que éstas espigaran
pronto. Las patatas se podían sembrara nada más pasar San José y, con las
tomateras, no cabía correr pues éstas son muy sensibles a las heladas. Aunque
los inviernos ahora eran muy benignos, solía venir alguna helada tardía que
obligaba a replantar y con ello a retrasar la cosecha. Si se llegaba a mediados
de septiembre sin que los tomates hubieran madurado, se hacía difícil luego
conseguirlo. Uno de estos días, cuando el tempero estuviese óptimo, labraría el
pedazo de tierra y lo dejaría oxigenarse hasta la primavera. Aunque suele
decirse que los huertos tienen “miedo”, pues hay siempre alguna tarea
pendiente, ahora en invierno, éstas se reducían a limpieza de brazales y a la
ordenación de aquel caótico perímetro que acogía todas sus expectativas y
acunaba todos sus sueños. Como un funambulista, seguro sobre el cable por el
que se desliza, él caminaba por su tabla hortícola dejando vagar su imaginación
y sus sueños hasta los años de su más tierna infancia.
Recostado sobre los costales de
cañas apiladas, que luego utilizaría para que subieran las judías verdes,
encendió un cigarrillo y absorbió el humo con inusitado deleite. Sujetaba el
cigarro con la comisura de los labios, tumbado al carasol del medio día.
Dulcemente abrazado por el calorcillo que empapaba todo su cuerpo se quedó
sondormido mientras la imaginación volaba hacia los días de su infancia. La
primera vez que abandonó la villa fue para ir a estudiar al seminario de
Alcorisa. Allí hizo sus mejores amigos, aquellos que recordaría toda la vida y
que a menudo nombraba. De sus charlas con Gonzalo Borrás nació su gusto por el
arte y la literatura. También, de Alcorisa, es su inusitado afán por la
historia y por escudriñar entre legajos la vida de las gentes, la genealogía le
ha apasionado siempre. Después de pasar una temporada en Barcelona y tras una
penosa enfermedad entró a trabajar de cartero en el lugar. Un trabajo que, si
para otros era rutinario y aburrido, para él era apasionante. Cada carta era un
sueño encendido que volaba sobre los paisajes del somontano ibérico, que
atravesaba la alta sierra de Algairén llevando y trayendo misteriosos mensajes
inescrutables y que él, como un nuevo
Hermes, traía y llevaba a las vidas de
las gentes sencillas. Sabia ser mensajero de nuevas esperanzas de esta forma
tan simple y misteriosa.
Dio otra calada en el cigarrillo
y se vio entre vides, entre pámpanos verdes y vigorosos, entre racimos dorados
de uva negra. Se cerraron sus párpados para recordar el día aciago en que la
sierra ardió y su impotencia por no poder ayudar a apagar ese fuego que le
quemaba las entrañas. Soñó con que la villa crecía y sus casas se habitaban,
pero, para cuando dejó la cartería la pérdida poblacional ya era importante y
sus consecuencias irremediables. A veces gustaba, en sueños, volar sobre el
término municipal y señalar determinadas viñas, sus variedades de cultivo y el
nombre de su propietario. Seguir con la vista la línea férrea y ocultarse en
los túneles. Volar hasta los 1.000 metros de la Atalaya para volver sobre sus
alas hasta el puerto de Encinacorba. Desde lo alto de la sierra se divisaba la
población como una mancha extraña en el paisaje. El atractivo imán de esa aguja
de la torre de la iglesia, cuya colocación defendió su amigo Borras y que tan
poco gustó de momento, señalaba el epicentro de un mundo nacido allá, en la más
remota Edad Media. También había recogido un miliario romano y sabía de
alabastros y lacas chinas. No sabemos si su fe es firme o desapasionada pero,
entre sus amores terrenales, sólo encontramos a la Virgen del Mar. Vagó su alma
por calles y callejones, repasó los buzones desde los que se emiten y reciben
los sueños. Y así, por el valle del Frasno, por yermos y barranqueras quedó
perdida su alma y su cuerpo profundamente dormido. El cigarrillo iba
consumiéndose y progresivamente alcanzando la comisura de sus labios. De
repente sintió un golpe seco en los pies y una quemazón en los labios. Una voz
blanda profunda y senil le llamó: ¡Lázaro, Lázaro, levántate! Se despertó y se levantó
girando como una peonza. Abrió los ojos y no vio nada. Una espesa nube de humo
blanco le envolvía matando, de repente, la claridad de sus más nítidos sueños.
Asustado por la obnubilación se atrevió a musitar, preso del más terrible de
los temores y recordando sus enseñanzas del seminario de Alcorisa: ¡Señor, aquí
me tienes, soy Enrique, tu siervo de Encinacorba! ¡Hágase en mí según tu
palabra!
¡Chico, despierta! Le dijo el
Blanquillo que acababa de entrar en el huerto alarmado por el fuego que quemaba
el brazal y que se estaba aproximando peligrosamente al cuerpo de Lázaro. Al
ver al hortelano completamente desorientado, lo cogió del brazo y lo sacó de la
nube de humo que lo envolvía y que, sin duda, lo habría asfixiado. Recuperado
del trance, Enrique comenzó a sentirse de nuevo vivo y feliz de no haber
abandonado este mundo.
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