LA PERLA NEGRA DE
TERUEL
En recuerdo de Rufino Escuder, que conoció el Amor.
*
Los rayos de sol del incipiente
otoño cuajaban los azulejos de la torre de la Catedral. Desde lo alto, al alba
y al ocaso, caían éstos descompuestos en mil colores sobre el tejado de la casa
del Deán. El tejado, de extensa cornisa acanalada, cubría un caserón barroco de
amplios ventanales pegado a la mudéjar torre. Los tres ventanales del piso
intermedio estaban cubiertos por toldos de esparto trenzado. Descansaban, las
partes delanteras de los toldos, entre las bolas de los pasamanos de los
balcones y ese espacio muerto interior permitía la circulación del aire de la
plaza y daba frescura a la casa. Los cristales de las ventanas estaban
cubiertos en su interior por visillos bordados y, ese doble filtro, apenas
dejaba penetrar finísimos rayos de un sol tamizado provenientes de la plaza de la
Catedral, en aquellas dulces mañanas del octubre turolense. En la plaza todo
era barullo de gente en aquellas horas. El campanero, que habitaba los bajos de
la casa, no paraba de hacer sonar las campanas. Ya fuera para llamar a Oficios,
ya fuera por las muchas misas o actos religiosos que se celebraban en Santa
María de Media Villa, ahora Catedral. En el interior de la Sala Grande de la
casa del Deán, Perla, observaba inquieta el trajín de las criadas tras haberles
hecho entrega del cupo del tabaco para el señor notario. La Sala Grande era
amplia, pero sobria, estaba formada por una habitación cuadrada y una alcoba
aparte, separada por una cortina. Los muebles eran de madera de nogal de Las
Ledañas y consistían en una mesa amplia, un trinchante y un espejo. En una
esquina había un sillón orejero de cuero con una lámpara de pantalla apergaminada.
El notario de la ciudad acababa de obtener este primer destino en
provincias y era, todavía, joven e impetuoso. Despidió rápidamente al servicio
bajo el pretexto de ausentarse aquel día de la ciudad, quedando a solas con Perla. Ella permaneció de pie, asustada,
en medio de la habitación junto a un brasero de hierro encendido. El calor de
las brasas, junto al sofoco por la situación tan embarazosa, hizo que los
colores de su cara al igual que todo su cuerpo tomaran un color rojo vivo. El
notario contempló su belleza inmaculada y giró en torno a ella (como hacen las
aves de presa) analizando detenidamente cada una de las partes de su cuerpo sin
hacerle ninguna pregunta. Ella permanecía en suspenso sin saber que hacer, si gritar o si pedir auxilio. Él
se fue aproximando poco a poco y puso
una mano sobre su hombro, que la alteró más, pero que al ver la ternura del
tacto del hombre se sosegó por un instante. El hombre se colocó delante de ella
y la besó en la frente. Luego le preguntó el nombre y sin esperar respuesta la
besó en los labios. No fue un contacto lujurioso, apenas un roce, un anuncio de
lo que vendría. Ella intentó gritar y de su garganta no salió ningún sonido.
Quiso recibir más caricias y besos suaves y cálidos de aquel extraño que se
comportaba tan osadamente. La desnudó con la mirada y luego, poco a poco, fue
quitándole aquellos pobres vestidos de cigarrera que ocultaban ya, tan
perfectas formas de mujer. La cogió en brazos y la llevó a la alcoba. La
depositó en un lecho que previamente había hecho calentar y perfumar. Ella nada
dijo, ni sintió miedo ni tampoco pudor. De pronto se encontraba a gusto. Y
notó, las manos de él, acariciando su cuerpo mientras que sus bocas se
encontraron de improviso. Ella le abrió los labios y él introdujo su lengua
despertándole todas las sensaciones y emociones del amor, todavía dormidas en
aquella casi niña. Sus cuerpos se acoplaron con suma perfección, parecían estar
hechos el uno para el otro. El (hombre, muy experimentado) esperó a que ella se
acomodara a esta situación tan desconocida y novedosa. Finalmente, le abrió las
piernas y la penetró. Ella sintió dolor, era virgen, a la vez que un pequeño
reguero de sangre bajaba por sus piernas. No te asustes, la calmó, es normal la
primera vez. Él le hizo conocer, aquella mañana de tenue y suave luz mudéjar,
el placer del orgasmo. Ella conoció el placer pero no encontró amor en aquel
hombre. Al despedirse él le regaló un collar de perlas negras. Ella no le dio
las gracias.
Subió, como todos los días, desde
el almacén de tabacos de El Carburo hasta Teruel con su zaquilote de
cuarterones apoyado en la cadera. Sus andares de potrilla, casi de jaca joven,
deleitaban a los hortelanos que la saludaban al pasar. ¿Dónde vas Perla? le
decían los que regaban en la Moratilla. Ella, jamás volvió la vista ni recogió
nunca las miradas de los hombres. Seguía el consejo de su madre: “Hija, no
tornes nunca la mirada”. El calor de aquella mañana de finales de septiembre le
hizo apresurar el paso. Atravesó el puente de
hierro y se dio de bruces con la portalada gótica de San Francisco. Al
ver la puerta abierta de la iglesia se persignó con un gesto rápido,
espontáneo, que dejaba traslucir cierta rutina. Por el molino harinero, los
hombres desde lo alto de los carros la saludaron y ella, siguiendo el consejo
materno, no respondió. Cada día se le hacía más difícil el camino. Los saludos
de los hombres se tornaban a veces soeces y, las miradas, ya las intuía
lascivas. Apretó el paso al pasar por la
puerta de palacio de los condes de Parcent. El conde, un viejo verde,
hacía que con sus palabras impertinentes se le ruborizasen las mejillas.
Bajaban de Ollerías hombres y mujeres a las labores de la huerta. Los mulos
olían a establo viejo, sucio y a orín fresco. Las moscardas y los tábanos ya empezaban
a molestar. El sol estaba subiendo en el horizonte y coronaba la torre de San
Martín entre destellos verdes y rojos. La Andaquilla estaba solitaria, la cuesta se le hizo más penosa con aquella
carga que a veces le hacía parar para acomodársela. Se detuvo un instante en la
puerta de Daroca y su vista, entonces, se volvió sobre el extenso paraje que
ofrecía la vega. Sus ojos inquietos revisaron otra vez, mientras descansaba,
las tablas de labor de la vega. Intuyó al fondo el barrio de San Blas y como
las filas curvas de chopos firmes, verticales, marcaban el trayecto del
Guadalaviar y del Alfambra. Ya había salido La Dula y los ganados particulares
caminaban pretos por los caminos antes de extenderse en el yermo. Las Muelas
vigilaban el valle y todo parecía estar en su sitio, perfectamente controlado y
vigilado. Se acomodó de nuevo la carga y giró por el ángulo de la puerta de la
muralla, para encarar el último repecho pasando por debajo mismo de la torre de
San Martín. Se cruzó con el notario, a quién saludo de forma impersonal, como
solía hacer todos los días. Ya en lo alto de la ciudad comenzó a sonar el
campanico de la Catedral, era el toque de los canónigos. Su sonido continuo la
acompañaría por la calle Amante, la plaza del Mercado y el principio del Tozal.
Giró por Juan Pérez hasta la expendeduría. Su madre no se sorprendió al verla.
Llegó justo cuando los canónigos comenzaban su Oficio religioso. El último en
llegar siempre era mosén Idelfonso Pacheu. Perla soltó el fardo dejando
traslucir una liberación. La carga no era muy pesada pero la subida y el acoso
de los hombres la habían fatigado. Pasó a la trastienda y se aseó en una
jofaina. Se lavó la cara y se peinó los hermosos cabellos negros. Luego se los
ajustó con una cinta roja dejando la melena caer sobre los hombros. Era jueves
y en la plaza había mercado, ya había comprobado el trajín de los puestos al
subir del almacén del río. Perla se encontraba a gusto entre tenderetes de
frutas, verduras, las jaulas con conejos
y gallinas, los puestos de mercería y ropa interior de mujer. Era conocida de
todos y todos la saludaban. Día a día se dibujaban, con más precisión en su
cuerpo, las formas redondeadas de una mujer hermosa. Los jóvenes de su edad la
galanteaban y hasta a veces le hacían proposiciones inconfesables. Los domingos
por la tarde iba al baile con las amigas y siempre tenía más pretendientes que
ninguna joven de su edad. La música penetraba en su cuerpo como el azúcar en el
agua, notaba entonces, como los sonidos se disolvían en su interior fina y
cálidamente. Esta transformación volvía locos a los mozos cuando bailaban con
ella. Primero fueron confidencias, luego murmuraciones, después hablaban
abiertamente de su sensualidad. Perla, la de los cabellos negros, la hija de la
estanquera, fue el objeto más deseado de la ciudad aquel otoño. Su madre trató
de prevenirla pero no hubo forma de poner coto a su exultante sensualidad.
Cuando Perla salía a bailar, todas las miradas recorrían un mismo camino, todos
los deseos se conjugaban en un punto. El balanceo de su cuerpo volvía locos a
los hombres y hacía morir de envidia a las demás mujeres. Pronto tuvo mala
fama. Las malas lenguas dispararon dardos envenenados. Esto no tendrá buen
final, decían. A Perla, el espacio antes anchuroso de su ciudad, se le tornó
asfixiante e irrespirable. Sin duda alguna necesitaba volar, al igual que la
música, entre aires más limpios y saludables. Una mañana temprano hizo la
maleta y cogió el tren para Barcelona. Nunca más volvió a ver la plaza del
Mercado de su ciudad natal.
*